lunes, 7 de junio de 2010

DELFINA ACOSTA 

El Disertante  


Arbol que habla.




La señorita Sara Arzamendia  era una escritora que tenía su tiempo arreglado. Se levantaba cuando el olor  de su patio cubierto por enredaderas, áloes,   helechos y  flores de las más diversas especies, se hacía fuerte y le provocaba  estornudos. 
Los abejorros venían a estrellarse,  en esos momentos, contra su ventanal de vidrio.
 
  Después de cepillarse los dientes, peinar su cabellera  oscura y con relucientes  canas, y desayunar una taza de leche con café y pan untado con dulce de membrillo, se iba a abrir la puerta del depósito donde dormía su perro, para llevarlo al patio delantero.
 
Luego se sentaba a escribir. Esa mañana de sol casi rojizo (pues había pasado un mes y medio  sin llover),  se le escurrían las ideas de las manos blancas y venosas:
 
Manuel Franco  era un joven de veinte años,  que estudiaba apicultura, practicaba  natación  y no era de salir.
 
Por eso, porque no era de salir, la vez  que decidió ir a escuchar la charla del Profesor Sun Shaomou sobre fenómenos paranormales (la cátedra correspondía al salón 4  del edificio “Alta Torre”), no quiso perderse la aventura.
 
El disertante en cuestión era un chino de edad indefinida.
 
Vestía un traje negro y una corbata riesgosamente colorida para la ocasión.
 
Al cabo de un rato de la exposición, Manuel levantó la mano y dijo las vaguedades propias que se dicen en circunstancias donde la realidad desaparece y las especulaciones  y las ironías son las únicas cartas con las que se juega. Espantó una mosca que le causaba  molestia  y se quedó aguardando una respuesta.

El señorito podría pasar en limpio la pregunta. El señorito parece que leyó mucho a Sigmund Freud - contestó  y refugió su rostro amarillo en una sonrisa burlona, muy china y muy efectista. 
La mosca se había posado sobre la mesa donde estaban el vaso y la jarra de agua.

 Una joven rubia,  con cutis de cristal, que entró con la respiración  acelerada al recinto y se sentó a su lado, lo salvó de levantarse y darle un plantón al disertante, pues le pareció de muy mala educación que se pasara de mambo. 
 La joven  recién llegada tomaba con rapidez anotaciones en un cuaderno. De vez en cuando se llevaba la mano a la boca,  sorprendida con los ejemplos de los fenómenos paranormales que el oriental contaba, y él, que ya la había descubierto entre el gentío, se embarcaba ahora con pasión en lenguas extrañas. Luego,   acercándose  como un rayo, le preguntó qué circunstancia (concretamente) extraña le había pasado alguna vez.
 
La chica se levantó y dejó constancia  con una sonrisa atenta y amable de  que no tenía nada que valiera la pena contar.
 
Esa respuesta no bajó el entusiasmo del chino, que a partir de entonces  parecía reflexionar expresamente para  un grupo de cuatro señoras (tres de ellas excedidas de peso) sentadas en la primera fila. Ellas también hacían anotaciones  marcadas por el pulso de la ansiedad (los detalles eran tan infrecuentes). Escuchaban al mensajero  asintiendo con la cabeza. Parecían convencidas de que el oriental las llevaría por un camino azulado, y que de un momento a otro el corazón se les paralizaría con la revelación, la confesión prima, el eje del misterio  salido a la luz para la audiencia.
 
 Como a las diez de la noche terminó el acto.
 
Manuel, ya en la calle, se acercó a la joven  rubia. Ella estaba llena todavía de aquel clima extraño e hipnótico que había vagado  como una mariposa nocturna por el recinto.
 
 
 
Le propuso caminar un rato.  Y la mujer  le contó que se llamaba Rita, que creía en esas cosas desde chica, aunque jamás le había ocurrido  nada digno de mención. Y era su voz dulce, y sus palabras caían cuidadosas y lentas en esa noche calurosa. Un perfume de gisofilas la envolvía.
 
 Manuel notaba que ella buscaba sus ojos. Se los dio enteramente. Y ambos se entregaron al placer simple y volátil de la  conversación que se genera espontáneamente  entre los recién conocidos.
 
Fueron a buscar un bar  pues deseaban  tomar gaseosas, y también porque no querían que aquella noche, necesitada de cigarrillos y Coca Cola, terminara así nomás.
 
Se metieron en  un barcito llamado “La Posta”
 
 La mujer  le dijo que estudiaba Literatura y Letras y que admiraba a Albert Camus. Le citó otros nombres: Julio Cortázar,  Mario Benedetti y Franz Kafka.
 
- Mario Benedetti tiene el valor  de escribir cosas sencillas, mérito no encontrado  en Julio Cortázar, que es magistral, pero a quien  hay que leerlo más de una vez para entender su mensaje - dijo, y trazó un círculo con el dedo índice sobre la mesa.
 
Mientras ella hablaba, y sorbía con una paja la gaseosa, Manuel  rogaba por dentro que siguiera hablando, que siguiera contando las cosas que contaba, así, como una mujer que lo quería seducir con su porte intelectual; que hablara, que hablara, eso, y  que dijera la tabla del siete si ya no le venía nada a la mente. Aquella voz suya era como un hueco cubierto con luz que despertaba en su interior la sensación de un viaje con vista a una noche estrellada.
 
 
 
Le preguntó dónde vivía. Y ella le dijo que  a una cuadra exacta  de la vieja  fábrica de botellas. Y que su casa tenía una muralla de color terracota y la numeración 954.
 
Se despidieron con un intento de beso en la boca.
 
Durante tres días Manuel se pasó dale que dale, pensando. ¿Debía ir o no a verla? Su corazón le decía que sí. Pero temía. Apenas la conocía y ya la extrañaba ferozmente.
 
Aquella tarde de  sábado con llovizna, mientras escuchaba la voz  nostálgica de Charles Aznavour, algo dentro de él se rajó. La viscosidad de la sangre y ese derramamiento sin pausa,  lo llevaron a fumar.
 
Apagó el tocadiscos y se lanzó a la calle.
 
El ómnibus que tomó  lo dejó a dos cuadras de la casa de Rita.
 
Caminó. Allí estaba el número 954. Y también el timbre. Tocó y al rato apareció en la puerta  un señor sin camisa, con el pantalón manchado con cal, y nervioso. Tosía  mientras  daba consejos a la gente de adentro.
 
Cuando le preguntó por Rita le miró extrañado.
 
- Aquí no vive ninguna Rita - le contestó.
 
Entonces Manuel se enojó, y le dijo que no podía ser, que él era solamente un amigo de su “hija” y no tenía intenciones de molestar.
 
- ¿Dice usted, mi “hija”? - gritó alterado.
 
- ¿Pues qué cosa viene a ser de ella, entonces. Acaso  el abuelo? - le retrucó.
 
Entonces el señor se enojó de veras, y le avisó, con el rostro enrojecido,  que no estaba para bromas, y que lo mejor era que se marchara  cuanto antes  porque en caso contrario  llamaría al 911.
 
En ese punto, Sara Arzamendia se quedó pensando. No sabía por dónde  continuar el relato. Le pasaba  que cuando no sabía cómo acabar o  seguir un cuento, iba a encontrase con su amiga Amparo Méndez, y ella le daba la medicina literaria adecuada para salir del aprieto.
 
Un ave muerta era devorada por las hormigas en el patio.


Llamó a Amparo y le propuso un encuentro a las cinco,  en el bar de siempre.
 
Derramó agua sobre su perro,  que huía del calor, hacia cualquier sitio.
 
 A la cinco menos cuarto, Sara se dirigió a la calle. Un repentino temor (o casi pánico) de que por esta vez su amiga no podría ayudarla, la distrajo, la apartó un momento del mundo, de la realidad del calor sofocante y espeso.
 
No vio el auto rojo que apareció  y la embistió.
 
Después de un tiempo, alrededor de su cadáver se fue juntando lenta, ceremoniosamente,  la gente...


2 comentarios:

  1. hay dos cuentos entrelazados y se confunde el ficticio con la vida real aunque el primero nos deja papando moscas porque el escritor se nos muere con el final inconcluso , cercenado a golpe de hacha...
    Pero es un muy buen cuento huído de lo que es normal.
    Celmiro Kotyto

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  2. Muy buena la combinación entre ambas historias. El lector se queda pensando en los posibles finales. Sería Rita un fenómeno extrasensorial? Podría la escritora haber resuelto la incógnita? Muy bueno, Delfina. Logras que el lector se acuerde del cuento durante mucho tiempo. Saludos, Ester

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