sábado, 31 de julio de 2010

SILVIA PLATH
 

    CANCIÓN DE AMOR DE LA JOVEN LOCA

 
Cierro los ojos y el mundo muere;
levanto los párpados y nace todo nuevamente.
(Creo que te inventé en mi mente).
 
Las estrellas salen valseando en azul y rojo,
sin sentir galopa la negrura:
cierro los ojos y el mundo muere.
 
Soñé que me hechizabas en la cama
cantabas al sonido de la luna, me besabas locamente.
(Creo que te inventé en mi mente.)
 
Dios cae del cielo ,las llamas del infierno se debilitan,
escapan serafines y soldados de satán:
cierro los ojos y el mundo muere.
 
Imaginé que volverías como dijiste,
pero crecí y olvidé tu nombre.
(Creo que te inventé en mi mente.)
 
Debí haber amado al pájaro de trueno, no a ti,
al menos cuando la primavera ruge nuevamente.
Cierro los ojos y el mundo muere. 
(Creo que te inventé en mi mente.)
 
    corresponsal Susana Zazzetti.

MARCELO DUGHETTI

BABUINOS

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Los doce babuinos tienen su ciudad celeste infectada de cables.
Alta tensión de los alambres en los que se cocinan los pájaros
como notas de un marcha fúnebre.    
Los doce babuinos se han apareado esta tarde; el documentalista filma el justo momento en que se comen a  sus hijos
no son tiempos de esperanza, -acecha el mono superior y la tropa errante, exiliada de la ciudad celeste                          
 babuinos que no tuvieron el valor de amar las vísceras de sus hijos
de tanto en tanto caen los  viejos


Los aniquilan los doce,  que en realidad son miles de doce babuinos
 trepando a los cables de alta tensión donde descansan los pájaros nocturnos como de una marcha fúnebre
La pobreza les reza con canciones donde el sahumerio adora las alturas.
La pobreza levanta sus tibias y sus húmeros con un canto de fiebres y hambres allá  donde se asa el primer mono que no supo el juego de los saltos complejos entre los ...
º º º º º 

LEER TODO EL POEMARIO EN EL ENLACE DE ARTESANÍA EN POÉTICA, EN LA COLUMNA DE LA IZQUIERDA DEL BLOG

º º º º º
ANA AJMATOVA


CUANDO ESCUCHES EL TRUENO...

 Cuando escuches el trueno me recordarás
y tal vez pienses que amaba la tormenta...
El rayado del cielo se verá fuertemente carmesí
y el corazón, como entonces, estará en el fuego.

Esto sucederá un día en Moscú
cuando abandone la ciudad para siempre
y me precipite hacia el puerto deseado
dejando entre ustedes apenas mi sombra.

º º º º º

LA MUSA

Cuando en la noche oscura espero su llegada,
se me antoja que todo pende de un hilo.
¿Qué valen los honores, la libertad incluso,
cuando ella acude presta y toca el caramillo?

Mira, ¡ahí viene! Ella se echa a un lado el velo
y se me queda mirando larga y fijamente. Yo digo:
"¿Has sido tú la que le dictó a Dante las páginas
sobre el infierno?"
Y ella responde: "Yo soy aquella."

º º º º º

a la ciudad de Pushkin

1
¿Qué puedo hacer? Ellos te destruyeron,
¡Qué encuentro más cruel que el separarse!
Aquí hubo un surtidor, allá alamedas,
más a lo lejos verdecía el parque...
La aurora más rosada que ella misma
fue aquél abril. Olor a húmeda tierra,
a primer beso...

2
Las hojas de este sauce en el siglo pasado se murieron,
para brillar cien veces más lozanas en la forma de un verso.
Las rosas se trocaron en purpúreas rosaledas silvestres,
pero los himnos de la escuela siguen brotando sin desánimo.
¡Medio siglo pasó! Fui premiada por la divina suerte
y en los días violentos olvidé el fluir de los años.
¡Ya no voy por allí! Pero a la orilla del río de la muerte,
yo llevaré mis trémulos jardines de Tsárskoie Seló.

º º º º º
LAURA BEATRIZ CHIESA


Azules-Violetas*


Campanillas florales
que invaden espacios y existencias.
Azules-violáceos que enlazan los pastos
y cercan ausencias.
Vida que acapara
creando balcones en las ramas quietas,
de alguna magnolia, alguna glorieta
o una vid ya muerta.
No hay seres que limiten
sus ansias de soles,
sus ramas traviesas,
sus flores abiertas.
Hasta los rieles de algún tren tardío,
ensayan en sus líneas
coquetos adornos
de azules violetas.
Así se entremezclan
con cualquier silvestre flor de primavera
tratando de unir, a eso que encuentran,
sus campanas libres de azules-violetas.
Y tejen balcones que ocultan la fiesta
de seres vivientes que -detrás de ellos-
¡Juegan en la siesta!, escondiendo vida
en cada segmento de azules-violetas.
Casi siempre estallan en parcelas mudas
o en los alambrados que ya no separan,
que ya no se inquietan.
En lugares muertos a otras vivencias,
ellas se declaran
floreros de fiesta
con sus expresiones
de azules-violetas.
Por eso caminan trepando paredes
o hierros que encuentran,
superando espacios...Y en esas campanas
-que abren sus siluetas-
se escuchan tañidos
de azules- violetas
que acunan las siestas.

de “Viejos sabores para no claudicar”                          

*Laura Beatriz Chiesa. Este poema fue publicado en ARTESANÍAS  (2008) 

ELSA JANÁ


Goteo En Reversa

Instantes... La lluvia gotea contra los cristales y nutre las flores del cantero igual que húmedos besos de sal. No se sabe dónde caerá la próxima. Al fin de cuentas, cada cual elige dónde sortear su diminuto charco privado. Persisten. Hasta casi se las puede contar y medir, de una a una, como las del suero aquí, en la sala. De pronto, se achata la bolsita de plástico transparente. Un acompañante levanta las pestañas, deposita la mirada ausente sobre el conteo, y aprieta un botón. Cables y sondas se prodigan por todas partes. Dónde las muertes horadando sus rastros de vida. 
En esta habitación de caños blancos, la mayoría se acuesta sobre un ruidoso colchón de nylon a ejecutar sus últimos suspiros; otros, afuera, directamente sobre cartones. Pasos en falso... desde la cordura del especialista que promete lo que ni siquiera sabe cómo cumplir, pasando por la mujer de casquito blanco que pide un silencio que casi nadie respeta, hasta la que lampea un trapo sucio sobre un piso que no desea limpiar... Falso... como los soles anunciando una primavera que no será más que agosto bajo la tierra.
No hay vestigios. Ni de las batallas que no se libraron, ni de la perduración que no se alcanza. Aquí, sólo se mira la lluvia y se controla el suero: ¿Cuándo pasará el tiempo?... No de lluvia, sino de esta nebulosa sorda de límites imprecisos, en la que las murallas de silencio se prolongan hasta el infinito al que nadie puede ponerle stop. Casi todos estamos llorando aunque son las tardes previas a los comicios. Los dioses falsean penas por las manos que ya no pasarán por las urnas. Tiempo de librar en un sobre cerrado, las batallas que antes no se lidiaron ni se lideraron.
Padeció un ataque cardíaco. Se intentará un "by pass" para este país en coma que ejerce control sobre el goteo mientras que el cielo prodiga llanto. Nace un bebé y lloramos; también él llora cuando nace y todos lo hacemos ante la muerte. Unos, dos, tres... seis.... Amamos y lloramos. El cielo lagrimea y el suero gotea. Alguien nos muestra una obra de arte y lloramos, ¿dónde están los que no lloran? ¿Cómo y dónde se liberan las risas?... No, no mientan más... Esas risas son tan falsas como las supuestas señales de no tengo miedo a morir que esbozan los enfermos sobre el conteo de las bolsitas de plástico. Aquí, hay una neblina tan tupida que, para no chocarnos unos con otros, los hermanos nos damos la mano mientras construimos murallas humanas a tientas, reclamando sol y goteando con el conteo en reversa...Y ¿afuera?... Afuera también llueve tanto...

ElsaJaná


.Marcelo Dughetti



RIMA CON MANTECA 

Rima con Manteca: El Ramoncito le pegó una cachetada en la nuca para que se despertara y le mostró la salida del barrio. Le preguntó si tenía guita y a la fierita le faltó poco para reírse en la cara de su compañero. Lo que pasa es que al Ramoncito nadie se le anima. La maestra le dijo lo de la inauguración y a él le chifló la panza. La tarde siempre cae áspera en Los Olmos y el Ramoncito, como tantos otros, tenía hambre. Menos mal que están los pastores si no, les juro, nos cagamos de hambre.
Al Ramón le importaba poco lo que se decía en la escuela. La maestra dijo MEDIOTECA " y al medio le ponen manteca", balbuceó el Ramón. El Ramoncito se hizo la ilusión desde que escuchó la palabrita esa. Manteca. Venía de la vaca, era espesita, amarilla, salada. La comen los de la tele con tostadas en unos paquetitos de papel brillante.
"Manteca, pan y mate cocido, manteca, pan y mate cocido. Cuando a Dios se le dé por venir, la mamita va a comprar todos los días manteca y pan para dos veces y no hace falta secar la yerba al sol". Yo lo escucho al Ramoncito y se me tuercen las tripas y me duele la cabeza. Hace mucho que sueña con eso de la comida. Manteca. El año pasado fuimos al teatro, algo que se hacía en el centro sobre una vieja que cantaba y escribía sobre tortugas que iban a París. Yo lo leí en un librito, en la escuela, pero estaba tan viejo y destruído que lo dejé. Me dio bronca. El Ramoncito se hubiera comido la tortuga y a la vieja. Se le iluminan los ojos cuando piensa en esa palabra "Medioteca rima con..."dijo la maestra y entre las burbujas de saliva el Ramoncito gritó:"Manteca, manteca, pan y el mate cocido"
"Te digo que sí pelotudo,", me dice, "dan manteca y pan, deben ser bolsones y seguro hay choripanes". Los otros dos que lo escuchan dicen que es una iglesia, donde hay muchos libros, toda de vidrio. Que no sé cuánta guita gastaron para hacerla. "Tanta guita y doña María tiene que pedir menudos de pollo en el centro para darnos de comer, dejate de joder con eso de la medioteca" le increpa enojado el gordo Rubiolo. El Ramoncito se levanta y al gordo se le frunce cuando lo ve meter las manos en el bolsillo. Todos sabemos qué hay en el bolsillo del Ramoncito. El hijo de puta del padre lo partió a palos ayer y él no sacó la mano del bolsillo. Estaba en pedo y le pegaba sin asco. Al Ramoncito se le ocurrió que si lo mataba en la vereda quedaba feo. Además una vez jugaron al fútbol y otra vez le hizo una gomera con palo santo. Eso no se olvida.
"Bueno vamos, manga de putitos" dice el Ramón y nos hace señas de maricas. El Ramón repite cuarto grado este año. Hace unos días le dieron unos manuales viejos para que leyera o algo así. Yo aproveché y me ouse a leer con él. Después le vendimos los manuales al Chirola que compra papel, cartón, cobre. Cobre también le vendimos y unos tachos de aluminio de esos para la leche. ("La leche, con la leche se hace la manteca",piensa el Ramóncito) y compramos un paquete de salchichas para que la mamita la cocine. Pan también compramos. "El Chirola se portó, menos mal que no está el gordo Rubiolo, sino nos come a nosotros" dice el Ramón y se ríe.
Al final le dijimos que sí y con el Ramoncito nos fuimos por el Sarmiento. No llegábamos más y los colectiveros nos pasaban como si llevaran el diablo adentro. A mí me dolían las piernas, como me duele el estómago cuando veo los pollos al espiedo en algunas vidrieras. El Ramoncito me cuenta que eso le pasa con las facturas.
Hasta que llegamos al subnivel nos " putiaron " seguido. " Negros de mierda" gritó uno y la señora del auto se la agarró con el Ramón, " yo te arreglaría el pelo, delincuente". El Ramón le hizo un puñito con la mano y tocoó el bolsillo. Todos sabemos lo que el Ramoncito tiene en el bolsillo, así que lo miramos de reojo. Eramos cuatro: el gordo Rubiolo manejaba la bicicleta roja y a mí me tocó la que estaba despintada con las "punieras" hechas percha. Nos seguía un galguito sarnoso que dormía en la placita.
Cuando llegábamos al cruce se vieron en el cielo las luces de todos los colores."Mirá qué bueno, qué hijos de puta" dijo el gordo Rubiolo que lo llevaba al Ramón y el que venía conmigo abrió la boca hasta la campanita. El galgo desapareció por los bombazos y nosotros cruzamos el puente hasta donde estaba la gente.
Un coso con micrófono que venía de Córdoba dijo la palabra mágica " Medioteca" y al Ramón se le hizo un nudo en el estómago. Olor a choripán no había y la orquesta tocaba esa música que le gusta a la abuela del gordo "escuchá que tangazo", dijo y cerró los ojitos como si soñara. Le hubiera rajado la jeta de un trompazo, me va a comparar esa mierda con
La Barra, . "Medioteca" volvió a decir el coso y la intendenta agitó otras palabras que no entendimos. La gente tampoco porque la silbaba.
Por el centro de la cosa, pibes de una escuela italiana, muy derechitos y los del San Antonio también muy prolijitos, se les notaba que habían comido, pasaban los libros de mano en mano hasta el gran horno de vidrio. " Medioteca es ésto" le dije al Ramón. Es como en la escuela, pero más lejos. Guardan los libros lejos, para que no los agarremos entendés." Cuántos vidrios" dijo el gordo Rubiolo " Sí que parece una iglesia como la de los testigos, ah". Después unas mujeres disfrazadas pasaban los libros que trajeron los bomberos. Era raro, pero a mí me daba la impresión de que adentro los quemaban. El Ramón seguía buscando el lugar donde le darían el pan con m,anteca o algo para justificar el viaje. Después se armó quilombo y llegaron los de una escuela que gritaban como descosidos. El Ladilla nos vio y nos levantó la mano.
La policía se puso nerviosa y nos marcó de cerca. Al Ramoncito le tenían ganas. "Cobani de mierda" dijo y saltó para el lado donde estaba el Ladilla. El Ladilla nos contó que el hermano estaba enfermo de algo raro. El hermano va a la escuela especial y dice que, cuando entraron a la escuela nueva, algo como un veneno le jodió los pulmones y la piel. Así que cerraron la escuela y por eso estaban haciendo quilombo."Para que no se enferme nadie más, para que nos den una escuela nueva" "Claro, más vale" dijo el gordo Rubiolo y todos lo miramos al hermanito del Ladilla.
El Ladilla vivía con la madre en Las Acacias, en un garaje al que cerraban con bolsas de plástico. Le gustaba leer y a mí también. Yo leía esas revistitas que le traían a la mamita de la iglesia y el ladilla se afanaba unas revistas viejas del consultorio de un dentista, acá en el centro. Cada potra venía en las revistas. A veces teníamos suerte y agarrábamos el Gráfico. En la de las potras había una foto, de una reunión en l a noche así, con un lugar como
la Medioteca. Con luces como en las películas y orquestas de pingüinos y políticos y curas. "Cuántos vidrios..." volvió a decir el gordo Rubiolo. " Y adentro están los libros" le respondió el Ladilla. El Ramón ya estaba caliente como loca en baile. Todos estaban sordos con la musiquita de la orquesta. Los cobanis fumaban agrupados a un costado y no dejaban de fichar al Ramón que se alejó de nosotros y se fue acercando al horno de cristal. "Cuántos vidrios" dijo el gordo Rubiolo. "Si" aseguró el Ramón de lejos. " Cuántos vidrios" y metió la mano en el bolsillo. La yuta se puso nerviosa y se movió sin hacer ruido, no había que arruinar la torta. Se vino despacio, nosotros comenzamos a recular y el Ramón armó la gomera de palo santo. Estiró la goma y partió un piedrazo contra la estructura. La policía nos corrió tres cuadras. Tiramos las bicicletas y nos separamos. El Ramoncito se fue con el Gordo. El Ladilla y yo metimos la cabeza entre la gente de la escuela.
Al día siguiente bastante golpeado lo encontré al Ramón en la escuela, la maestra no le preguntó nada, pero trajo unos libros que parecían para muñecas. Al Ramoncito le tocó uno y le sacó, con su famosa mano en el bolsillo, otros dos a los chicos del grado. Después lo vimos al Chirola y nos fuimos a la despensa. Compramos pan como para dos veces, un tarro de dulce y un paquetito de manteca.
del libro: " La bicicleta roja
SUSANA ZAZZETTI



OMAR KHAYYAM:
de una hoja encontrada entre los apuntes del poeta. ( a S.Z)


Apareció el sol en el oriente. ¿ya es de mañana? he bebido hasta el amanecer y, entre sorbo y sorbo, busco a Dios y no lo encuentro. Soy el hijo de Khayyam, el carpintero. Mi padre es mi dios. Nadie lo comprende. Me siguen, me persiguen, me encarcelan, me gritan borracho, hereje, hombre sin fe. No saben lo que siento, no saben de esta soledad tan sola, tajamar de mis días, tan numérica como este día de 1099 en que envejezco.

..........

Hoy sopla un viento fuerte. Me siento sobre la piedra, siempre la misma. ¿Qué misterio encerrará? Silencio. Soledad. Silencio. No hay nadie cerca. A veces, como ahora, una muchacha pasa a mis espaldas y cree que no la veo. Si me vuelvo a mirarla, ella baja su cabeza y oculta entre los velos su rostro. No conozco sus ojos, sólo su figura delgada, menuda, y esa manera sigilosa y envolvente de andar, como si caminara solamente con sus caderas. Al verla me pregunto ¿ qué pensará de Dios? ¿creerá en el amor? ¿lo estará sintiendo?. Creo que las mujeres exigen demasiado del hombre, se desilucionan pronto y buscan lo que no se les ofrece.
Ahora anochece en todo Persia. Surgen peligros ocultos. Tal vez debiera conversar con ella, pero tal vez no me conoce, tal vez no reparó nunca en mi presencia, no sabe de mí.
..............

¿Qué hora será? se va el tiempo entre mis dedos. Estoy solo como siempre, bajo un árbol. Hay un pájaro que tiene su nido en esta rama. Yo le pediría que me regalara su libertad que es tan libre, le daría mis versos, éstos ,los que leo a media voz. Al paso, algunos caminantes se acercaron, por sus rostros y por las expresiones de sus rostros están espantados de lo que digo: "Bebe vino a la luz de la luna que tal vez mañana la luna te busque y será en vano" la finitud de la vida, la evanescencia del amor. Este es mi pensamiento, la temporalidad de las cosas, el definitivo correr de los días, el poder que encierra este vaso, la inseguridad de Dios. Busco el origen, la esencia del ser y la materia. Nadie entiende pero todos fingen entender, fingen una felicidad que en lo más profundo sé y saben que no existe. Falsos profetas. Seres atormentados
. Como yo. l

...........

Se ha puesto rojiza la tarde. De nuevo la muchacha, siempre sola. No es sacerdotisa, estoy seguro, pero tiene un halo de dulzura. ¿Le gustará el vino?Tal vez escriba poemas. ¿Por qué vagará siempre por aquí? A lo mejor le gusta este árbol, el pájaro en su nido. ¿No teme de mí? Sabe que no hay nadie a su alrededor, debería tener cuidado, al menos, de los hombres. Ahora se lo diré. ¡Ah! no, no pude, ya se ha ido.

...........

Hoy, nuevamente, escuché sus pasos sobre las hojas. Rumor de otoño alterado. Volví mi rostro y ella estaba ahí, aquí, de pie, quieta, a mi espalda.
Ondulaciones de fuego en mi cuerpo.
Me levanté y dejé la copa sobre la piedra. Me acerqué, puse mis manos sobre su mentón y levanté su rostro. Ondulaciones de fuego en mi cuerpo. Pude ver sus ojos verdes, luminosos, con ansias. Me vi detrás de su mirada y comprendí. El silencio trajo un gramo de luz en la furia de mi sangre. El silencio habló por los dos. Como si tuviera un gorrión herido entre mis brazos, suavemente le quité su liviano ropaje. La túnica cayó a mis pies. Se oía el galopar al unísono de los dos corazones. Me desnudé también. Bajo la colgadura del ocaso entendí que me estaba esperando, esperando, y de pronto, todo el color gualda del día me embriagó más que cualquier vino y en la espesura de su piel me perdí, me confundí con su cuerpo y ni siquiera tapados por la hojarasca amarilla que le sonreía a la luna. Ondulaciones de fuego en los dos cuerpos. Soy Omar Khayyam, un hombre común.

Susana Zazzetti 


esta foto pertenece al blog de la autora




por ROMI

Leyendo una columna dedicada al tango de Alfredo Lepera “El día que me quieras”, me intereso saber sobre  la presencia de la literatura en el tango. Lepera, apasionado lector de poesía, se ve notablemente inspirado por un poema de Amado Nervo. Allí uno puede comparar los versos de Lepera y los de Nervo.
Homero Manzi, profesor argentino de literatura y gran admirador de Federico García Lorca, en 1936 dejó que su famosa “Milonga triste” se llenara de los ecos del bardo andaluz, cuando escribe:

“Llegabas por el sendero, / delantal y trenzas sueltas, / brillaban tus ojos negros, / claridad de luna llena. / Mis labios te hicieron daño / al besar tu boca fresca. / Castigo me dio tu mano, / pero más golpeó tu ausencia / Aaaaaaaah... / Volví por caminos blancos, / volví sin poder llegar. / Triste con mi grito largo, / canté sin saber cantar. / Cerraste los ojos negros, / se volvió tu cara blanca / y llevamos tu silencio / al sonar de las campanas. / La luna cayó en el agua, / el dolor golpeó mi pecho”.

La influencia de Rubén Darío es también determinante. Tras su llegada a Buenos Aires en 1893 se convirtió en maestro de esos poetas menores que aplicaron su inspiración a acompañar con letra las melodías desgarradas del tango. La presencia de Darío culmina en los tangos “Solo se quiere una vez” y “La novia ausente”. En ambos sucede algo inesperado: Gardel interrumpe su canto y recita los versos de la Canción de otoño en Primavera y la Sonatina, de Darío.
“La lluvia de aquella tarde / nos acercó unos momentos... / pasaste... me saludaste, / y no te reconocí... / No quise creer que fueras la misma de antes / la rubia de la tienda La Parisien, / mi novia más querida cuando estudiante / que incrédula decía los versos de Rubén. / “...Juventud, divino tesoro / te fuiste para no volver...”

Y en “La novia ausente”: 

“A veces repaso las horas aquellas / cuando era estudiante y tú eras la amada, / que con tu sonrisa repartías estrellas / a los puntos altos de aquella barriada. / ¡Ah! Las noches tibias... ¡Ah! Las fantasías / de nuestra veintena de abriles felices, / cuando solamente tu risa se oía / y yo no tenía mis cabellos grises... / Al raro conjuro / de noche y reseda, / temblaban las hojas / del parque también. / Y tú me pedías / que te recitara / esta sonatina / que soñó Rubén: / “La princesa está triste. ¿Qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa...”.

Los lazos entre el tango y la literatura se fueron haciendo cada vez más evidentes. No es simple casualidad que tres de los más destacados escritores argentinos del siglo XX, Sábato, Borges y Cortázar, hayan estado, de una manera u otra, fuertemente ligados al espíritu del tango. Ernesto Sábato escribió un ensayo sobre el género y compuso dos tangos a los que Aníbal Troilo y Julio de Caro pusieron música: “Al Buenos Aires que se fue” y “Alejandra”.

Lo que Borges pensaba del tango es claro, cuando para el poeta “hecho de polvo y tiempo, el hombre dura / Menos que la liviana melodía / Que sólo es tiempo. / El tango crea un turbio / pasado irreal que de algún modo es cierto...”

romi — Hablemos de literatura
(ver enlace en la columna).

CLAUDIA LICASTRO

 el fontan (oviedo) Pinturas Óleo



En los atardeceres de estío la pareja de hermanos instala sendos sillones de enea en el porche de la casa (¡buenas noches le dé Dios, vecino!, ¡buenas noches le dé Dios, vecina!).
El forastero llegó pisando fuerte el polvo de la calle principal. Sin equipaje, sin sombra, parece una caña tacuara bajo el sol meridiano; ya las celosías lo han descubierto. Se aloja en el único hotel frente a la plaza, pero nadie sabrá jamás a qué ha venido.
Es bueno ir a misa los domingos. También el extranjero se halla bajo los arcos góticos. Parado junto a una columna, descubre el viejo mantón de encaje sobre el cuello blanco.
La pareja de hermanos sigue instalando los sillones de enea, pero ya no los ponen juntos ni se oye el murmullo de la conversación. Resuenan, eso sí, las pesadas botas del forastero. Son dos los que escuchan atentos. Uno, con zozobra, por que un día dejen de crujir las pisadas; la otra, con angustia, por si algún día dejaran de oírse. Los pasos se acercan y se alejan, sin detenerse, durante el paseo de todas las vísperas.
Ya caducan los jazmines cuando se anuncia el baile a beneficio. La hermana busca en los altos roperos y rescata tafetanes ajados, randas de encaje, gasas transparentes. Ella cose, hundida en nubes de tul en medio del material primoroso. El espejo va develando su imagen de mujer en plenilunio.
Llega la noche del baile. El hermano controla los últimos detalles de su atuendo. Guarda algo en el bolsillo. Frente al espejo –ahora él- se palpa el costado. Ella aparece en lo alto de la escalera de mármol. Baja con un frufrú de sedas que roe la inquietud de él.
La pareja de hermanos llega, del brazo, al salón donde todo es luces y colores. Saludan a derecha e izquierda por el camino que su nombre les va abriendo. Después, ella conversa. Su abanico va y viene mostrando -de a ratos- la sonrisa perfecta, cubriendo –a veces- la mirada que huye hacia la puerta. Deniega bailes, acepta dulces, dispensa halagos.
Alto y siniestro se materializa el forastero en medio del salón. A nadie conoce y nadie lo saluda. Con pasos lentos mide la circunferencia de la pista de baile, pasa delante de los músicos. Está frente a la mujer. Con una seca inclinación la invita. Con un mohín gracioso ella concede. Se desliza en el abrazo del hombre y ambos se amoldan a la forma del otro. Los músicos no se detienen: engarzan una pieza a la siguiente. El desconocido y la mujer tampoco se detienen. Calor y humo enturbian las luces brillantes de las arañas. Ellos siguen girando. “Es hora” le murmura el forastero al oído. Ella asiente y lo sigue a la terraza, al parque. Una luna roja hilvana el vértice de los cipreses. La tormenta se va despegando del horizonte. Los dos permanecen quietos en el aire húmedo mientras sienten crecer la marea que los arrastrará más allá del parque, del pueblo, más allá de la borrasca.
La grava cruje y ellos se estremecen. El hermano los ha seguido, apoya los dedos fríos sobre el brazo de la mujer. Ninguno de los tres ve a los otros dos, pero es como si sus cuerpos se rozaran. Detrás de los cipreses crece un paredón de nubes que va borrando estrellas. Un relámpago lejano, el silencio apremia sobre el parque, no hay luciérnagas, sordo rumor de truenos que se acercan.
La mujer se libera de la helada mano fraterna, se aleja hacia el salón. Adentro todo es luces, brillo. Ella se desliza entre los grupos y si preguntan por el hermano, contesta con una sonrisa que nada dice. El estampido de las centellas se sucede como bombas de estruendo en carnaval. Un rayo hiere muy cerca (demasiado cerca) interrumpe las risas nerviosas. El silencio cae junto con la cortina de agua que, por fin, se desploma desde las nubes.
La silueta del hermano, solitaria, se dibuja en la puerta que da al parque, más pálida contra la luz blanca de un último relámpago.

MERCEDES ROSENDE - Demasiados blues

 
la autora


Mercedes Rosende nació en Montevideo. Estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de la República y en la Universidad de Montevideo. La autora fue premiada, en 2002, en el concurso de la Facultad de Derecho, por el cuento "El último tren al olvido". También fue galardonada, en 2003, por la Intendencia Municipal de Montevideo, por el conjunto de relatos "Demasiados blues" y recibió el Primer Premio de Narrativa del Ministerio de Educación y Cultura, por "La muerte tendrá tus ojos", en el año 2004.


Desperté con el ruido de un golpe en la puerta. Extendí la mano, pero a mi lado en la cama, sólo había un hueco ya frío. Me incorporé y noté que se me estaban formando grandes manchas de sudor en las axilas del vestido.
Hubiera querido bañarme pero ya no era posible. Miré el reloj de manecillas fosforescentes que estaba en el suelo.
Marcaba las seis y estaba por amanecer.
Me deslicé fuera de la cama, apoyé los pies en el suelo de hormigón y sentí frío. Todavía ahora recuerdo aquel frío en las plantas y se me eriza la piel de la espalda, como si ella también tuviera memoria de aquel sitio. Tardé en pararme lo que tardé en acostumbrarme al temblor de mis rodillas. Mientras, dejé vagar la mirada por la enorme cabecera de la cama de madera casi negra, con las molduras cascadas y apolilladas. Era casi el único mueble, con excepción de dos cajones de cerveza apilados y una silla de esterilla medio desfondada, de cuyo respaldo colgaba mi bolsa roja. Pero el lugar era tan grande que parecía vacío.  
Sobre los cajones de cerveza, dispersos sobre un papel engrasado, vi los bordes del sandwich que Tommy y yo habíamos comido la noche anterior.
Pensé que debía mirar hacia la puerta, pero no logré sacar los ojos del borde de la sábana -de flores naranjas sobre fondo violeta, descolorida y mugrienta-, que colgaba sobre el gris del hormigón del suelo. Creo que suspiré, porque recuerdo el esfuerzo por tragarme hasta el sonido de la respiración.
Escuché el sonido de unas pisadas afuera y aunque no pude determinar a dónde iban, estuve segura de que venían por mí. Cuando por fin logré desenganchar la mirada del borde de la sábana, la deslicé por el piso con toda la lentitud que fui capaz, deteniéndome en cada irregularidad. Pasé sobre una cucaracha marrón e inmóvil, que al sentirse descubierta, aplastó más su cuerpo contra al piso. Aunque aquel sitio no tenía ninguna ventana, por debajo de la puerta se empezó a colar un resplandor amarillo y supe que pronto sería de día.
Por fin, miré hacia la puerta, esperando.

A los trece o catorce yo ya era una ladrona. Robaba para conseguir alcohol y algo de fumar. De los almacenes de barrio pasé a las estaciones de servicio y a las tiendas del centro, y con un poco de dinero en los bolsillos aprendí lo que es ser libre y me escapé de casa. Sólo necesitaba un sitio con un techo encima de mi cabeza y una cama al abrigo. Y tenía a Tommy.
Algunas veces me atrapaban y me llevaban a un refugio donde la asistente social intentaba convencerme de lo bueno que es trabajar todo el día para conseguir unos billetes con qué pagar la comida para subsistir hasta el día siguiente.
El método que usábamos con Tommy era rápido, limpio y efectivo, y él comenzó a llenarse de dinero y a comprar cada vez más droga. A veces pasaba una semana entera drogándose y drogándose, sin comer ni bañarse, hasta que se acababa el dinero y yo lo arrastraba a la cama y entonces comenzaba el infierno. Lo veía temblar y sudar, lo tomaba de la mano, le secaba la cara y así atravesábamos la noche hasta que Tommy se dormía. Me quedaba horas enteras balanceándome en la silla a su lado, mirándolo, espiando su respiración, acomodando la almohada bajo su cabeza, hasta que llegaba el amanecer y entonces me metía en la cama y los dos dormíamos hasta la noche siguiente.
También estaban los buenos momentos. Invitábamos a Morgan, Tommy tocaba la guitarra llenando de blues la habitación y tomábamos el té. Ellos se acariciaban con delicadeza, bailaban como novios adolescentes y yo cantaba y servía más té en las tazas blancas. Hacíamos planes, soñábamos cómo gastaríamos el dinero del siguiente robo. Iríamos juntos a una isla tropical, compraríamos abrigos de piel. “Te voy a regalar un auto”, me decía y me tiraba un beso a través de la mesa. “Prefiero una moto, Tommy”, le contestaba yo soplándole un beso desde la punta de mis dedos. Luego ellos se iban a la habitación, cerraban la puerta y yo quedaba escuchando la música de Tommy y llenaba hojas y hojas con retratos a lápiz de la cara de mi madre, que apenas terminaba rompía en pedacitos diminutos.

Nunca imaginamos que en aquel bar hubiera tanto dinero. Era el final de la noche y los borrachos de traje gris se habían marchado a sus casas donde los esperaban sus esposas, el aire acondicionado y las plantas de plástico.
El local era un sótano pequeño y sin ventanas, casi vacío. Sólo quedaban el tipo de la caja y un gordo de cabeza grasienta y nariz babeante que dormía sentado en una mesa del rincón con la cabeza apoyada contra la pared, que ni siquiera abrió los ojos. Desde algún aparato con un suave sonido lluvioso, BB King soplaba un blues que se extendía por el lugar como una niebla opaca. Las paredes del local mostraban heridas de revoque como una piel reventada por la humedad, que dejaban al descubierto los ladrillos. Algunos boxeadores guiñaban sus ojos amoratados desde fotos amarillentas que colgaban de las paredes. Sobre las mesas pintadas de azul - debajo debía haber otras muchas capas de pintura que asomaban por los lugares descascarados- quedaban botellas y vasos sucios, muchos de ellos con bocas rojas dibujadas en el borde. Tommy y yo entramos abrazados como una pareja, él preguntó algo y yo rodeé rápidamente el mostrador, una barra de madera ennegrecida y rayada. Enseguida saqué la pistola del bolso rojo y la amartillé contra el cráneo del tipo de la caja, que quedó con los ojos fijos en la nada. Tommy revisó los baños, la cocina y la oficina de atrás y dijo que estaba vacío.
Cuando le di la orden, el tipo abrió la caja y me tendió un sucio puñado de billetes. Yo los miré y sin levantar la vista del dinero le pateé las bolas, y los billetes se esparcieron por el suelo, que estaba tan sucio como el resto del lugar. Él cayó también hecho un ovillo, yo me agaché y volví a apoyar la pistola contra su cráneo, revolviéndole los pelos largos y lacios con la punta del caño, hasta que el tipo de la caja comenzó a llorar y vi como se mojaba la entrepierna de su pantalón. “Ahora me hablará de sus hijos”, pensé. El cansancio comenzaba a apoderarse de mí.
De reojo vi a Tommy sacando una botella del mostrador. Él nunca bebe del pico, yo sí lo hago, aunque nunca delante de él. Pero esa noche me sentía un poco pasada, le arrebaté la bebida y tomé largos sorbos que cayeron dentro de mí desgarrando la garganta. Después le devolví la botella.
Miré un instante a mi alrededor y sin más razón que el asco, pateé la cabeza del tipo de la caja bastante más duro de lo que hubiera querido. Y luego otra vez. El hombre se cubría el cráneo con las manos y comenzó a llorar más fuerte, y fue entonces que habló del dinero que tenía escondido en el baño de la oficina. Lo levanté del suelo y lo empujé hasta el sitio que mencionaba. Sentado en un taburete alto de la barra, Tommy bebía scotch puro de un vaso largo y fino que había tomado de algún sitio, y no nos prestó más atención de la que se le presta a una mosca.
Entré al baño de la oficina caminando detrás del tipo que moqueaba y me sentí ganas de vomitar. Las paredes estaban llenas de pegotes oscuros, de dibujos obscenos, de graffitis asquerosos, y en el aire flotaba un olor penetrante a mierda. La papelera del rincón escupía inmundicias que se desparramaban por todo el piso. Casi no había diferencia entre la mugre del water y la de la pileta.
“Asqueroso”, pensé mirándolo.
El tipo me señaló la tapa de la cisterna.
― Aquí está el dinero —tartamudeó.
Yo pensé que también podía haber un arma y le metí el caño en la oreja.
― Cuidado, viejo.
Aunque las manos le temblaban, de alguna forma pudo sacar la tapa de la cisterna, pero al hacerlo ésta resbaló de sus manos, cayó al piso y explotó en pedazos que se mezclaron con la mugre. Yo me sobresalté y casi disparo dentro de sus sesos, pero en ese instante el tipo sacó un paquete del tanque y me lo tendió balbuceando estupideces sobre sus hijos. Estaba envuelto en plástico negro, pero igual se notaba que allí había muchos billetes. Abrí un poco el plástico y los vi. Muchísimos.
Metí el paquete con el dinero en el bolso rojo que me había regalado Tommy en mi cumpleaños. Tenía que encerrar al tipo de la caja y el baño era un sitio igual que cualquier otro. Miré toda aquella suciedad y pensé que el tipo iba a probar de su propia medicina. Un par de culatazos en la cabeza y enseguida optó por colaborar.
— Quedate quieto quince minutos.
Cerré la puerta y volví al bar. Tommy seguía bebiendo sentado en un banco alto y apoyado en la barra, en la misma posición en que lo había dejado, pero el contenido de la botella ya casi había desaparecido.
― Vamos Tommy —le susurré.
Él pareció no escuchar y siguió mirando a la nada. Lo empujé con suavidad y lo hice bajar del banco, sosteniéndolo de la cintura.
― Vamos —repetí señalando la salida.
Dejó el vaso sobre el mostrador y comenzó a caminar hacia la puerta, justo delante de mí. Entonces vio al gordo de cabeza grasienta –que no se había despertado y ya nunca lo haría- y se detuvo.
Tommy se volvió, me miró y yo vi algo en su mirada. Quise detener la acción como en los dibujos animados, pero mi mano, que debía agarrar la suya e inmovilizarla, quedó a mitad de camino, floja, fofa, suplicante, mientras él sacaba su pistola y disparaba una y otra vez a la cabeza del gordo que dormía sentado, que caía hacia delante y rebotaba golpeando su cabeza contra la mesa.
Desde el fondo llegaron los gritos del tipo de la caja, salí del letargo y tomé a Tommy del brazo arrastrándolo a la salida. Una llovizna de blues seguía cayendo sobre el local. Antes de salir me volví y no sé porqué, le miré la nariz al gordo, que ahora babeaba sangre.

Parada al costado de la cama apolillada miré hacia la puerta, sin esperar otro final que el de siempre.
Me incliné a tocar el hueco frío en la cama –estoy segura que pensé en los buenos momentos- cuando el reloj marcaba las seis y diez. Mis rodillas temblaron más fuerte y tuve que aferrarme a la cabecera.
Otra vez me pareció escuchar pasos y sabía que venían por mí.
El desenlace sería como una película vista muchas veces. Tres o cuatro policías en primer plano y tras ellos, la cara llena de angustia de mi madre. Pero esta vez, pensé, será aún peor. Habrá más policías, más armas, más amenazas, pensé. El Juez tendrá un rictus más severo. Sólo la cara de mi madre permanecerá igual, igual, y yo lamenté no tener papel y lápiz para dibujarla y luego romperla en pedacitos.
Malditos hijos de puta, pensé.
Allí, colgado en el respaldo de la silla, estaba mi bolso rojo, el que Tommy me había regalado para mi cumpleaños. Arrojando el miedo a un costado, casi le salté arriba, pero antes de abrirlo supe que el dinero ya no estaba. Saqué la pistola del bolso y apunté a la puerta.
― Malditos hijos de puta —grité.
El papel con los restos de sandwich salió volando al piso llevado por el viento frío que entró al abrirse la puerta, y yo quedé cegada por el resplandor de la luz el amanecer. Una mano me quitó el arma y me empujó con fuerza hacia fuera. No me resistí.
― Estuve revisando el lugar y está abandonado y no creo que nadie nos haya visto llegar. En la tarde llegaremos a la frontera.
Tommy me tomó de la mano y corrimos hacia la esquina donde esperaba Morgan con el motor encendido.  Ω

GRACIELA URCULLU


La vuvuzela



 Amiga del silencio. Pero no por eso el ruido de la vuvuzela, en los estadios deportivos presente en todos, le molesta. Es que suena a animal herido, animal en celo… Buscando sin hallar. No hay, pareciera, gritos de las hinchadas ni de barras bravas, o no.
 Se escucha sólo aquél sonido. Y es que estamos en África, en Sudáfrica en un encuentro mundial de fútbol. Aún con tapones en los oídos, se escucha y molesta, a muchos.
Enfrentamos a los mejores, a los seleccionados  del mundo, se dicen. Orgullosa la vuvuzela, los representa, y los traiciona.
Augurio de la derrota de muchos de los equipos disputando y de la segura derrota de África, olvidada. Salvo cuando fue o es promesa para la codicia.
 Ellos, los de por allí, nunca lograron descollar como equipos de fútbol, ni equipos nacionales o continentales. Tal vez porque le hayan hecho  fama de inferiores, de alguna subespecie, y parecen habérselo creído. Tal vez porque han dividido su continente sin pedirles opinión y dividido a ellos, en continuas luchas fraticidas.
 Derrota eterna de los negros frente a otras razas, a veces bien colocadas en la escalada del poder. Y esto hablando solamente de fútbol que de lo demás, por irremediable e irredimible, ni que hablar. No nos molestemos ni en pensarlo, parece decir el mundo.

La vuvuzela suena como  animal salvaje atemorizado y acorralado por el hombre. Del negro que, de tan salvaje, no quiere renunciar a su cultura. Denuncia los  Hospitales de Niños Moribundos que existen en el continente africano. A los niños muriendo de pestes, de hambre, de  sed, de pobreza. Frente a frente la indiferencia de tantos. Frente a frente. Como en una competencia deportiva, pero al revés: el mundo se enardece con un partido de fútbol.

La nieta del reparador de heridas Nelson Mandela muere en un accidente automovilístico el día del debut África 2010, y a veinte años de la liberación que les regaló a sus hermanos ¿Queda algo por morir?

Todo se puede ver al instante por los cables de Internet llevando millones de imágenes por debajo del agua, al mundo entero. Milagro que, como todos ellos, la inteligencia no puede explicar.
 Mucho, demasiado, espectáculo.