domingo, 23 de septiembre de 2012

ÍNDICE del número de septiembre de 2012




ARTESANÍAS  LITERARIAS
La revista que nunca duerme 
 Cuentos y poemas, textos literarios, ensayos, historia. 

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CONSEJO de COLABORADORES de

ARTESANÍAS LITERARIAS
                               
           
EDITOR: Andrés Aldao

SEC. DE REDACCIÓN: Ester Mann

COLABORADORES:

Carlos Arturo Trinelli

Amelia Arellano

Celmiro Koryto

Cristina Pailos

Marita Ragozza de Mandrini

Ernesto Ramírez

Ofelia Funes


·                       San Sebastián enmudece de placer
·                       CINE: Carlos Sorín y François Ozon competirán de n...
·                       CINE: Ansiedad de trascendencia
·                       CINE: Repensar la juventudJORDI COSTA  Un jovenv...
·                       CINE: La obra cumbre de un genio
·                       Un paseo con Marsé
·                       Mercedes Sáenz
·                       Shalámov, Varlam
·                       Silvia Cuevas-Morales
·                       Ester Mann
·                       Roberto Paniagua
·                       Carlos Arturo Trinelli
·                       Andrés Aldao
·                       Ambrose Bierce
·                       Alejo Urdaneta
·                       Charles Bukowski
·                       Marta Comelli
·                       Cristina Villanueva
·                       MARIA TERESA ANDRUETTO
·                       Amelia Arellano
·                       Celmiro Koryto
·                       LAURA YASAN
·                       Aldo Novelli
·                       Ernesto Ramírez
·                       Carlos Spinedi
·                       Carmen Passano
·                       Carlos Godoy
·                       Carlos Gardel canta Tomo y Obligo


San Sebastián enmudece de placer



San Sebastián enmudece de placer (con perdón)

   Pablo Berger firma una obra maestra con 'Blancanieves'
·                  Ben Affleck vuelve a sorprender como director con 'Argo'

Luis Martínez (enviado especial) | San Sebastián
Actualizado sábado 22/09/2012 17:42 horas
·                           
Dice el programa de mano que 'Blancanieves', la película de Pablo Berger, es muda. Y, sin embargo, se escucha con toda nitidez. Aparece la madrastra (una vez más, genial Maribel Verdú) enferma de envidia ante el éxito de su hijastra (gran descubrimiento Macarena García) y un rumor amargo araña los oídos por dentro hasta alcanzar el nudo del estómago.Las retinas, de repente, adquieren el color verde de la ira. Para entendernos, la película se oye perfectamente con los ojos.
Todo festival de cine necesita un prodigio con el que justificar tanto ruido de estrellas y alfombras de colores, y ése es 'Blancanieves': un milagro silencioso. La idea del director es, cuanto menos, peculiar: convertir la sala de cine en un extraño ritual cerca del vértigo.
Digamos que se trata, más que nada, de mezclar los sentidos, de desorientar al espectador hasta hacerle confundir lo que ve con lo quetoca, huele, escucha y, finalmente, siente. Cosas de la sinestesia.
La estrategia, así, no es otra que cambiar las piezas de sitio. La historia de 'Blancanieves' mil veces repetida se escenifica ahora en un lugar, quizá mítico, en el que la gente se viste con trajes brillantes para intentar engañar con un trapo a un toro bravo. Además, hay enanos (no exactamente siete), caciques, cortijos y moscas. Jamás el universo entero vio un sitio parecido. Y, sin embargo, suena a algo conocido, se diría que en algún telediario hemos visto ese extraño país de pandereta, cerrado y sacristía. Pero no puede ser verdad. Demasiado absurdo.
Y todo ello, sin palabras. Sin ese ruido articulado y molesto. Y claro, no queda otra que poner la imaginación a trabajar. De repente, el espectador se descubre ante la pantalla rellenando los huecos que va dejando el silencio con lo único que tiene a mano: él mismo. Donde tiene que sonar una canción cualquiera, el que mira pone la suya; donde el miedo enseña los colmillos y las garras, es el temor más íntimo el que deja ver las orejas y, por supuesto, donde el diminuto galán ensaya una imposible declaración de amor, a la audiencia no le queda otra que recordar el momento ridículo y preciso en el que creyó haber vivido algo parecido. De golpe, la película se parece demasiado a nosotros mismos para no ser ya, y para siempre, parte de cualquiera de nosotros. Tan cursi, tan extraño, tan íntimo.
Cuenta el director, doctoral, que sus referencias son el cine mudo europeo. Y, de carrera, cita una larga lista que va de Murnau a Dreyer pasando por Abel Gance. También dice que la primera vez que sintió una punzada de emoción en el costado dentro de un cine fue cuando presenció 'Avaricia', de Erich von Stroheim. De hecho, las crónicas dicen que todos ellos fueron los directos responsables de la destrucción (y culminación) de la gramática del cine mudo clásico basada en la exageración, el arte del montaje y la hipertrofia significativa del encuadre. Entonces, la continuidad y coherencia espacio-temporal de las escenas se transformaron en unidades de acción dramática. El cine era ya, por fin, un arte moderno.
El año pasado vimos cómo 'The artist' recuperaba intacta, para asombro de la concurrencia, la edad de oro de una industria que un buen día claudicó por culpa del sonoro. Cinco Oscar se llevó la película de Hazanavicius y con ellos, la sensación de haber recuperado un juguete olvidado demasiado pronto. El director francés se limitaba a jugar, a despertar en la conciencia del espectador, el recuerdo de una imagen borrada. Con muchísima gracia y soltura devolvía al patio de butacas el recuerdo de un tesoro del pasado. 'The artist', recuérdese, era una historia de cine dentro del cine, o, mejor, de cómo un cine (el sonoro) acabó con otro.
'Blancanieves' se arriesga más. Duele más. No se trata de recrear el pasado, sino de construir una película con las mismas herramientas que las utilizadas por los citados arriba y que, para sorpresa de todos, permanecen intactas. Decir que a través de ella se puede sentir la repulsión sufrida en 'La parada de los monstruos', el dolor de 'Amanecer', la humillación de 'El último de los hombres' o el arrebato de pudor y locura de la protagonista de 'Avaricia' acostada con las monedas de oro, no es más que una forma de certificar la feroz modernidad del cine, cualquiera de ellos (sonoro, mudo o medio pensionista).
Si algo define la modernidad de lo que sea, no sólo del cine, es la consciencia de saberse lo que es. Suena redundante y, en realidad, es lo que algunos llaman autorreferente. El cine de Berger (ésta y 'Torremolinos 73') habla de cine. No se trata de homenajear nada, sino de hacer siempre explícitas las reglas dentro de las cuáles construye su historia. 'Blancanieves' se enseña desnuda, sin decir una palabra, para demostrar al espectador y a sí misma que la emoción es un artilugio que sólo funciona fuera de la pantalla, cuando entra en contacto con la mirada.
Tres películas en una
Y como quiera que el día iba de recuperar el alma de otros tiempos, Ben Affleck presentó 'Argo', una película que transcribe intacto el modo de hacer cine de los años 70. La cinta narra una rocambolesca historia, real, situada en la crisis de los rehenes en Irán de 1979 que dio al traste, por ejemplo, con la carrera del presidente Jimmy Carter y que cambió para siempre el rostro del siglo XX. Y hasta ahora.
Cumplida la ocupación de la embajada estadounidense por los revolucionarios seguidores del Ayatolá, un grupo de seis funcionarios se refugió en la delegación hermana y vecina de Canadá. La CIA montó un dispositivo para liberarlos que, básicamente, consistió en inventarse el rodaje de una película en Teherán (se llamó 'Argo', una especie de mezcla absurda entre 'La Guerra de las Galaxias' y un cuento perdido de 'Las mil y una noches' todo unido), hacer pasar a los retenidos por parte del equipo de producción y... salir del tumulto. El plan implicó la colaboración de los estudios de Hollywood.
De este modo, Affleck (mejor director que actor) vuelve a demostrar su pericia a los mandos como ya hiciera en la brutal 'Adiós, pequeña, adiós' y en la enérgica 'The town' y compone una película que, en realidad, son tres: un 'thriller' eficaz a vueltas con la liberación y sus cuitas; una comedia brillante alrededor de Hollywood y sus delirios de antaño, y un drama, la parte más débil, sobre los pesares de un padre con barba (él mismo). Todo ello envuelto en un halo de nostalgia del cine de gente como Pakula ciertamente emotivo.
De otro modo, el cine (sea en 'Blancanieves' o 'Argo') se sabe cine en sendos ejercicio de sabiduría narrativa y cinematográfica. Y dicho lo cual, queda la constancia de un día ensordecedoramente mudo. La Concha de Oro tiene candidato, aunque no lo diga.

CINE: Carlos Sorín y François Ozon competirán de nuevo



CINE: Carlos Sorín y François Ozon competirán de nuevo por la Concha de Oro
El festival anuncia las incorporaciones del argentino y del francés a la carrera para la Concha de Oro
También estarán Emily Tang, Ziad Doueiri y Barbara Albert
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El argentino Carlos Sorín y el francés François Ozon competirán de nuevo por la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián, en una Sección Oficial en la que también se disputarán el palmarés la china Emily Tang, el libanés Ziad Doueiri y la realizadora austríaca Barbara Albert.
El certamen donostiarra ha informado hoy de estas nuevas incorporacionesa concurso en la 60 edición, que comienza el 21 de septiembre y queaún no ha cerrado la Sección Oficial.
Sorín acude en esta ocasión al Zinemaldia con Días de pesca, el relato de un exalcohólico de 50 años que elige la pesca como "hobby" para desintoxicarse y lo hace en un pueblecito de la Patagonia donde vive su hija, a la que no ve desde hace años.
Ésta es la cuarta participación a concurso del director argentino, que ganó el Premio Especial del Jurado en 2002 con Historias mínimas y en 2006 con El camino de San Diego, además del Premio Fipresci en 2004 con Bombón, el perro.
Ozon, que ha competido en San Sebastián con Bajo la arena y con Le refuge, con la que obtuvo el Premio Especial del Jurado en 2009, regresa con Dans la maison, un filme acerca de las relaciones entre un profesor y uno de sus alumnos en las que la realidad y la ficción se entremezclan hasta confundirse.
Emily Tang competirá con su tercera obra, All apologies, en la que la autora de Perfect Life cuenta una historia sobre una madre que pierde a su hijo en un accidente de tráfico y que exige a la esposa del hombre que la atropelló que la compense con otro niño.
Ziad Doueiri presentará The attack (El atentado), también su tercer trabajo, una coproducción entre Líbano, Francia, Qatar y Bélgica que lleva a la pantalla el best seller de Yasmina Khadra sobre el dilema moral de un cirujano israelí de origen palestino al que la Policía informa de que su mujer es la causante de un atentado suicida con 19 muertos.
The dead and the living es el título de la película con la que concursará en San Sebastián la realizadora austríaca Barbara Albert, una historia sobre la pérdida y la necesidad de descubrir la propia identidad, que narra un viaje al pasado de la II Guerra Mundial y al abismo de la sociedad europea actual a través de la experiencia de una joven de 25 años. ■

CINE: Ansiedad de trascendencia


CINE: Ansiedad de trascendencia
Con 'Prometheus', Scott vuelve al género, reivindica la franquicia como territorio propio y refunda el relato aboliendo sus ramificaciones más problemáticas


Han pasado ya 33 años desde que el estreno de Alien, el octavo pasajero (1979), segundo largometraje de Ridley Scott, marcara un estimulante punto de inflexión en la historia del cine fantástico. En aquellos momentos, la película se afirmaba como reverso oscuro de los nuevos modelos del aparatoso (y familiar) cine espectáculo, encarnados por La guerra de las galaxias (1977) de George Lucas y Encuentros en la tercera fase (1997) de Steven Spielberg, mezclando los códigos narrativos de la ciencia-ficción con la imaginería del horror gótico. El guión lo firmaba Dan O’Bannon, sofisticado autor a quien no le resultaban lejanos los referentes de It! the terror from beyond space(1958) de Edward L. Cahn y Terror en el espacio (1965) de Mario Bava. La película de Scott fue, asimismo, pionera en la integración de artistas de la historieta y la ilustración —Moebius, Ron Cobb, Charles Foss— en las labores de un diseño de producción dominado por el talento visionario del suizo H. R. Giger, responsable de las texturas biomecánicas de todo el elemento alienígena. No nació como obra de autor, pero el talento de Scott orquestó toda esa confluencia de discursos en una obra irrepetible, enigmática, escrita con la fría precisión de quien, a primera vista, podía parecer un digno descendiente de Stanley Kubrick.
PROMETHEUS
Dirección: Ridley Scott.
Intérpretes: Noomi Rapace, Michael Fassbender, Charlize Theron, Guy Pearce, Idris Elba, Logan Marshall-Green.
Género: ciencia-ficción. Estados Unidos, 2012.
Duración: 124 minutos.

Alien, el octavo pasajero acabó fundando una franquicia, en la que dejaron su huella de autor cineastas como Cameron, Fincher y Jeunet, antes de que el discurso se devaluara en forma de megamix —la subsagaAlien vs. Predator—. Scott, por su parte, aportó a la ciencia-ficción otra obra de referencia —la mucho más autoconsciente e infectada de trascendencia Blade Runner (1982)— y pasó a convertirse en estajanovista de un cine fundamentado en el simulacro de calidad y el pragmático olvido de su primigenia precisión en la puesta en escena.
Prometheus nace, así, en un territorio tan sobrecargado de memoria como de expectativas: Scott vuelve al género, reivindica la franquicia como territorio propio y refunda el relato aboliendo sus ramificaciones más problemáticas —de nuevo, la sub-saga Alien vs. Predator—. Si el primer Scott permitía pensar en Kubrick, esta película, con su ortografía gélida y sus composiciones de plano dignas de un obsesivo miniaturista, parece, directamente, dirigida por Hal 9000. Sus mimbres son de pura película de género —con monstruo(s), golpes de efecto y un hábil manejo de la tensión—, pero está habitada por personajes alejados de toda ingenuidad, que se plantean constantes preguntas sobre el origen y el destino de la Humanidad, el alma de la vida artificial y la capacidad del hombre para emular y desafiar a la divinidad.
El personaje del androide encarnado por Michael Fassbender es el que aporta los matices más inquietantes y las notas más excéntricas. Afirmaba el crítico Kim Newman que buena parte del placer que aportaba Alien se derivaba de que era una película que sabía más de lo que contaba: justo lo contrario puede afirmarse de Prometheus, obra neuróticamente empeñada en aparentar más de lo que es. 


CINE: Repensar la juventud

Un joven veinteañero abre la nevera a altas horas de la noche para consumir los restos de su tarta de cumpleaños. Juega con los números de cera que sirvieron de velas: son un 2 y un 4 que, en el jugueteo, acaban formando un 24 y un 42, dos edades que podrían marcar parejos estados de perplejidad ante el futuro e insatisfacción por un presente donde se empiezan a incumplir los sueños y promesas de la primera juventud. Es una de las escenas que componen Amanecidos, debut compartido por los cineastas Yonay Boix y Pol Aregall, y en ella parece esconderse una de las posibles claves para orientarse en la naturaleza fragmentaria del conjunto: una mirada atomizada a un final de la juventud que se percibe como antesala o ensayo general del desencanto adulto.
Bajo su forma de tupido tapiz de micro-ficciones, Amanecidos se plantea el problema de cómo capturar esa zona de tránsito sin recurrir a los erosionados golpes de efecto que suelen condicionar tantas representaciones cinematográficas de la juventud: aquí no asoman ni el sensacionalismo, ni la sensiblería. Tampoco el moralismo, ni la exaltación narcisista. La película huye de apriorismos y, en su apuesta por la síntesis y su gusto por el detalle elocuente, podría considerarse el reverso de Puzzled Love (2010), la estimulante película colectiva de la ESCAC que deconstruía para volver a reconstruir los modos de la comedia romántica.
No todas las piezas que componen Amanecidos brillan a la misma altura: lo intrascendente se alterna con el golpe certero y, en algunos casos, como en el episodio de los pies de cerdo, el tono acaba forzando la verosimilitud. También se detecta cierto desequilibrio en un elenco a ratos propenso a la disonancia amateur. Con su recital de tentativas y sus puntuales pasos en falso, la película despeja, no obstante, todo interrogante sobre el talento y la ambición de Boix y Aregall. Acompaña a la película el cortometraje 101 de Lluís Miñarro: un retrato en miniatura del cineasta centenario Manoel de Oliveira realizado durante el rodaje de El extraño caso de Angélica (2010): parece una pieza discreta, pero no lo es. En ella se condensa la esencia del cineasta: su humanismo, su mirada elegiaca sobre un mundo perdido y sus intuiciones sobre el potencial del cine para la reflexión y el sueño.
AMANECIDOS
Dirección: Yonay Boix y Pol Aregall. Intérpretes: Brais Abad, Javier Pereira, David Arnans, Maggie Civantos, María Cuesta, Laura Díaz, Cecilia de la Torre. Género: drama. España, 2011. Duración: 68 minutos.

CINE: La obra cumbre de un genio


CINE: La obra cumbre de un genio

Después del apabullante éxito de El Padrino era obvio que Coppola iba a tener luz verde para firmar la secuela que se había anunciado ya en el momento de estrenar el original. Como es obvio también Coppola pidió más dinero (un millón de dólares más porcentaje de taquilla) y Al Pacino hizo lo propio (600.000 dólares). Lo que quizá pocos se esperaban era que en lugar de entregar algo similar al clásico instantáneo que le precedía decidió enredarse en un enfoque más autoral, más complejo, más delicado.
Así, donde El Padrino servía sangre y épica, la secuela, llamada simplemente El Padrino II, indagaba en los orígenes de la familia Corleone, con un Robert de Niro acabado de salir de Malas Calles (la película de Martin Scorsese) al que Coppola ya había echado el ojo y al que fichó tan pronto se supo que Brando no iba a estar disponible. La maravillosa dualidad del filme, inmortalizada por esa —imaginaria— carretera donde transcurren en paralelo las vidas del patriarca y de Michael, el despiadado heredero, es la auténtica esencia de este bellísimo filme. Como contaba Miguel López en su espléndido volumen dedicado a Coppola (Los Coppola, Una familia de cine): “La violencia se expresa en la película desde una dimensión psicológica que orilla la brutalidad primaria de El Padrino I y escarba hacía otros subsuelos de la crueldad humana”.
Efectivamente, no hay en El Padrino II tiempo para cabezas de caballo en la cama ni lindezas de ese estilo, el auténtico sello de la película es ese terrible retrato de la decadencia, un proceso irreversible en el que, poco a poco, se desnudan todas las flaquezas de ese padrino desconfiado, implacable, que extiende sus tentáculos al mundo de la política.
La decrepitud del personaje de Al Pacino, un tipo roto por el poder, alcanza toda su extensión con la ejecución de uno de sus más íntimos familiares (no avancemos más por si queda alguien que no haya visto la película). Obvia decir que el reparto es —de nuevo— espectacular: a los mencionados Pacino y De Niro se le suman (y repiten) Robert Duvall y Diane Keaton y completan la corona el maravilloso Lee Strasberg y Talia Shire.
El primer montaje de cinco horas, fue rechazado por los estudios al igual que lo fue el siguiente, de tres horas y veinte. Finalmente, el consenso llegó con una versión de tres horas que dejó a todos satisfechos. La película, una auténtica obra maestra, se llevó seis Oscar, incluyendo el mejor guion, mejor actor (para Robert De Niro), mejor director y mejor película. Fue la primera vez en la historia de la Academia en la que una secuela se llevaba la estatuilla dorada. Francis Ford Coppola tardaría 16 años más en armar la película que cerraría la trilogía pero para muchos en esta entrega se concentra toda la sabiduría de ese artesano del cine que un día estuvo a punto de volverse loco en la jungla. Cosas de genios.

Un paseo con Marsé



De mis archivos: Un paseo con Marsé (1ª parte) - 1993

Por:  | 19 de septiembre de 2012

Esta mezcla de crónica y entrevista apareció en la revistaCo & Co (de vida fugaz pero intensa) diría que en el otoño de 1993. En todo caso, como veo por el texto, debió de ser a poco de publicarse El embrujo de Shangai. Marsé hablaba por primera vez sobre muchos asuntos que luego desarrollaría en otras charlas. A juzgar por las muchas veces que ha sido citada y/o utilizada, creo que quedó bien, que resultó vivaz e informativa, y que la voz de Marsé sonó verídica. Por eso me he decidido a recuperarla, podando y retocando aquí y allá, pero sin variar lo sustancial ni intentar ponerla al día: han pasado casi veinte años desde entonces.

Calle Martí, 104. 

El paseo comienza en el número 104 de la calle Martí esquina Escorial, junto a la Clínica del Remedio, en la parte alta del barrio de Gracia. Aquí estamos los dos, al anochecer, parados ante la casa donde pasó su infancia. Marsé nació en Barcelona, el 8 de Enero de 1933 (“un Capricornio como la copa de un pino”) pero no en esa casa. 
“Esa era la casa de mis padres adoptivos. Yo nací en Sarrià, en la calle Mañé y Flaquer. Mi padre natural era taxista. Estamos en el año 33, en plena República. No conocí a mi madre: murió a los quince días de mi nacimiento. Una tarde, una pareja sube al taxi de mi padre. La mujer rompe a llorar. El marido le cuenta que han perdido a su primer hijo y los médicos le han dicho que no podrá tener más. El taxista contesta: “Pues lo que es la vida, señora: yo acabo de perder a mi esposa y me he quedado solo, con dos criaturas por alimentar”. La otra criatura era mi hermana, que tenía cinco años. La mujer quiso ver al niño y el taxista les llevó hasta el piso de Sarriá: esa misma tarde me adoptaron. El taxista colocó también a mi hermana, a los pocos días, en la casa de un pariente de mi madre, y desapareció. Sólo le ví un par de veces en mi vida, el día de mi primera comunión y cuando se casó mi hermana. Comprendo que es un tema muy literario (o que a algunos les puede parecer muy literario) pero nunca lo he abordado como tal, directamente, aunque mis libros están llenos de chavales que se inventan a sus padres, o que, como el Pijoaparte, deciden ser hijos de sí mismos. 
Salvo opinión contraria de algún psicoanalista, no creo que el hecho de ser hijo adoptivo me traumatizara. Mis padres adoptivos siempre fueron para mí mis padres a secas, y fui muy feliz con ellos. Eran los dos del campo de Tarragona; mi madre de L'Arboç, mi padre de Sant Jaume dels Domenys. En el año 31, cuando se proclamó la República, vinieron a vivir a Barcelona, en esa casa. Sí, eran de izquierdas. Mi padre adoptivo era agente de la Generalitat, y rabiosamente separatista. Militaba en aquel grupo llamado Nosaltres Sols, inspirado en el Sinn Fein de los independentistas irlandeses. Su héroe era Eamon De Valera, el líder del Sinn Fein, al que conoció en una de sus visitas a Cataluña, antes de la guerra. Después fue de Estat Catalá y en el 36 ingresó en el PSUC. Mi madre trabajaba en la sede central del partido, de telefonista, y era amiga de Comorera y de Vidiella. Cuando cayó Barcelona mi padre no quiso marcharse. Su hermano vivía en el sur de Francia y le llamó varias veces, pero no hubo forma. Naturalmente, fue a parar a la cárcel. Estuvo entrando y saliendo de la cárcel hasta finales de los 50, porque siempre que se preparaba algún acto importante, una visita de Franco o de sus mandamases, encerraban a los que tenían fichados por levantiscos. A través de mi tío, el francés, comencé a conocer a los resistentes: llegaban de noche a casa, con misteriosas maletas que contenían propaganda clandestina pero que yo imaginaba llenas de bombas y pistolas...”

La Calle del Laurel
 A cuatro pasos de la calle Martí está la corta calle del Laurel: es casi un pasaje, con cuatro casas y cuatro acacias, que enlaza Escorial y Sors. “¿Ves ese restaurante chino, El Caballo de Oro? Ahí estuvo mi colegio, el Colegio del Divino Maestro. Llamarle colegio es mucho. Era una torre, una torre convertida en escuela por un personaje casi dickensiano (a la española, por supuesto: un Fagin ultrafranquista y ultracatólico), un hombre soltero que murió completamente loco. Se llamaba Ricardo Espinosa de los Monteros y era el director y único profesor del centro. Ahí estuve, cautivo, del 42 al 46. Fue un cambio enorme para mí. Recién acabada la guerra mis padres me enviaron al campo, a casa de los abuelos. Eran campesinos y siempre había algo del huerto para comer. Y sobre todo, un ambiente de libertad totalmente distinto al que se respiraba en Barcelona. En la escuela de la calle del Laurel éramos pocos alumnos, y no creo que ninguno de nosotros aprendiera nada útil ni interesante. Con Espinosa pasábamos el rosario cada día; le escuchábamos leer en voz alta las lecciones y procurábamos esquivar sus golpes, que era lo más difícil. Una de las mayores alegrías de mi infancia llegó el día en que pude escaparme del Divino Maestro para entrar de aprendiz en un taller de joyería de la calle San Salvador, a los trece años: de nuevo la libertad, el cielo abierto. Desde los 13 hasta los 15 fue una época maravillosa, porque mi trabajo me permitía estar todo el día en la calle, patearme Barcelona. Descubrí entonces la parte sur de la ciudad, donde casi todos los “clavadors”, que son los que engastan las piedras, y los “gravadors”, los que graban iniciales, tenían sus talleres, entre el Gótico y el Chino. Luego acabó la etapa de aprendizaje y comenzó el trabajo artesanal, mucho más aburrido – siete horas sin levantar cabeza - pero no demasiado complicado si uno se fija y pone interés, como casi todo".

Al lado del restaurante chino hay una vieja casa que no ha sufrido aún, extrañamente, los rigores de la piqueta. Es la casa de Encerrados con un solo juguete y, “recolocada” en la calle Camelias, la casa donde también transcurre buena parte de la acción de El embrujo de Shangai. La casa de Tina, la casa de Susana Franch. 
“Tina, la protagonista de Encerrados, se llamaba María. Tenía tres años más que yo y dos hermanos, compañeros de clase en el Colegio del Maldito Espinosa. Uno de ellos, el mayor, estaba tísico, y tomaba el sol en la galería acristalada de la casa, envuelto en mantas y vahos de eucaliptus, como Susana en El embrujo. Yo mantenía con María una vaga relación sentimental, muy marcada por la diferencia de edad: en la adolescencia, tres años separan mucho. La familia de María - su madre, ella y los hermanos - vivía holgadamente, cosa bastante atípica en aquella época, porque su padre, un ingeniero textil de Sabadell, les enviaba dinero desde Japón. Trabajaba para una firma de Manchester y durante años vivió en Hong Kong, hasta que en 1949 llegó la revolución: desmantelaron las industrias extranjeras y los ingleses le trasladaron a Shangai. Para todos era un personaje mítico, por supuesto. Enviaba unas fotos deslumbrantes, en las que le veíamos en unas casas enormes, con piscina. María y los suyos se pasaron aquella época esperando que les llamara algún día a su lado, pero nunca llamó. Todo lo contrario. De repente dejó de enviar dinero, y cuando se presentó en Barcelona estaba arruinado, alcoholizado, hecho un desastre. Sus últimos años fueron patéticos. Pasaba los días en las tabernas del barrio, envuelto en uno de aquellos espléndidos kimonos, bebiendo vino barato y contándoles a todos sus hazañas en Oriente. Antes de su regreso pasé muchas horas en esa casa: la puerta estaba siempre abierta. Salía del taller y me iba allí, porque en mi casa no había nadie. Mi padre enlazaba un trabajo con otro o estaba en la cárcel, y mi madre también se pasaba el día fuera: trabajaba de enfermera, en casas particulares”.


Una foto
La primera vez que visité a Marsé vi una foto suya de esa época, en la biblioteca. Marsé adolescente en el taller de joyería: flaco, el cabello negro, espeso y revuelto, con camiseta Imperio, parece un joven judío de Queens, a lo John Garfield.
“En esa época era un golfo, engreído y probablemente bastante insoportable. ¿Qué hacía? Vida de barrio. Trabajar, y a la salida tomar vinos con los amigos. Muchos bares de entonces se mantienen aún en pie: el Viader, en Torrente de las Flores. El Bar Juventud, en la calle Tres Señoras. El Comulada de la plaza Rovira. Bares-bodega, donde se tomaba vino o cerveza o Picón de barrica. Los fines de semana íbamos a bailar a la Cooperativa de la Lealtad, en Gracia, donde ahora está el Teatre Lliure, o al Salón Venus, el Metro, el Cibeles, que esos sí que no existen. Íbamos a bailar y a intentar ligar, por supuesto. A apretarnos, porque no solía pasar de ahí. Hablando de apretar, uno de los mayores problemas era “que no se nos notase”. Un problema serio, porque con los calzoncillos y los pantalones de entonces, tan holgados, “se notaba”. Se notaba muchísimo, y la proa siempre quedaba a la altura de los ojos de las madres y abuelas y tías que se sentaban alrededor de la pista para controlar a sus niñas. Un amigo muy ocurrente me ofreció una solución: enlazar los extremos de la camiseta por la entrepierna con ayuda de un imperdible. Mi amigo se anticipó al body pero el invento tenía sus riesgos. Un domingo, la excesiva tirantez desbarató aquella especie de pañal gigante y el imperdible se me clavó en la cara interna del muslo en el momento más apasionado. Peor podía haber sido: cuestión de centímetros".

La Plaza Rovira
Ya no existe el cine Rovira, ni el gimnasio donde se entrenaban los jóvenes púgiles del barrio, ni la librería de compra-venta y alquiler de novelas. “Leía muchísimo, todo lo que pillaba. Mis vías de escape eran el cine y los libros. Alquilaba una novela por la tarde, a la salida del taller, me la leía por la noche y la cambiaba a la mañana siguiente. Leía de todo y en total desorden, si es que hay que tener un orden en las lecturas, que yo creo que no: Balzac y El Coyote, Stendhal y Salgari, Steventson y Edgar Wallace, en traducciones horribles, impresas en un papel que se deshacía entre los dedos. Y las novelas policiacas de la Biblioteca Oro y la "literatura seria" que publicaba José Janés, lo poco que dejaban: sus máximos exponentes eran Somerset Maugham y Lajos Zilahy, que no estaban nada mal (los cuentos de Maugham siguen siendo espléndidos), mezclados con Cecil Roberts y Maxence Van der Meersch. Y los descubrimientos: Santuario, de Faulkner, en la edición de Austral, por ejemplo. Me entusiasmó. Me gustó tanto que en la mili, como un idiota, se la pasé a un capitán que me pidió algo para leer y de poco no me arresta. “¡Le he pedido una novela! ¿No sabe usted lo que es una novela? ¡Una del oeste, coño!". Leía mucho, pero ni se me había pasado por la cabeza ponerme a escribir".



El virus comenzó precisamente en la mili, en Ceuta, el año 54. “Yo tenía 22 años y servía en la Comandancia General de Ceuta, en la Agrupación de Transmisiones. Lo de servía es un decir, porque no pegué golpe: tuve la suerte de conseguir lo que se llamaba "un plantón", un puesto de vigilancia, que resultó ser la finca de un Teniente Coronel. Una maravilla: rebajado de guardias y de todo; no tenía ni mosquetón. Me instalaba en el jardín a primera hora de la mañana y me pasaba el día leyendo. Y escribiendo. Al principio eran tonterías para el periódico del cuartel, como reseñas de películas que había visto (Muerte de un ciclista, por ejemplo). Le cogí el gusto y me encontré escribiéndole a María unas cartas larguísimas, páginas y páginas, en las que evocaba nuestra infancia en el barrio. Aquellas cartas se convertirían en la base deEncerrados con un solo juguete.

Marsé escribe su primera novela entre el 54 y el 58. “A mi regreso le pedí a María las cartas porque intuí que podrían convertirse en una novela, pero el primer borrador, muy deficiente, durmió casi tres años en un cajón. Tampoco tenía demasiado tiempo: trabajaba de ocho a tres en el taller y por las tardes me sacaba unos duros en una revista de cine, de vida efímera, que se llamaba Artcinema. Hacía de todo: redactar pies de foto, notas de cine y teatro, la sección de Cartas al Director, algunas entrevistas (dos, exactamente: una a Lola Flores y otra a Mario Cabré cuando su affaire con Ava Gardner), llevar el material a Censura... Trabajaba todo el día, y sin embargo lo que más recuerdo de esa época, entre el 57 y el 59, son sus noches, lo que entonces me parecía la “vida bohemia”: acostarse tarde porque te has tirado hasta la madrugada en un café, de tertulia, bebiendo ginebra en vez de vino o cerveza, con la cabeza llena de grandes conversaciones, grandes descubrimientos. El teatro de Arthur Miller y Tennessee Williams, que entonces acababa de llegar a Barcelona, tan distinto a lo que ofrecían las carteleras:  recuerdo los estrenos de Panorama desde el puente, La rosa tatuada, La gata sobre el tejado de zinc, en el Comedia. Juliette Gréco y Trenet en el Emporium... ¿Los miembros de aquellas tertulias? Gente muy diversa, y muy apasionada por la literatura. Mi compañero de muchas noches era Joaquim Roca, que tenía un estanco en la calle Pelayo y era un entusiasta furioso de Oscar Wilde. O el crítico de teatro Celestí Martí Farreras, al que había conocido en Destino. O el escultor Xavier Corberó... 
Sin embargo, mi mayor influencia de entonces vino de lejos. De Sevilla. Allí vivía la escritora Paulina Cruzat, a la que conocí gracias a mi madre, que cuidaba a la suya en una residencia de Barcelona. Paulina, muy amiga de Riba y de Foix, hacía crítica en la revista Ínsula, que dirigía José Luis Cano, y a ella le envié mis primeros cuentos. Aparecieron en la revista (Plataforma posterior, en el 57; La calle del dragón dormido, en el 59) y aunque no cobré un duro su publicación fue un importante estímulo para mí. Así comenzó una correspondencia llena de orientaciones (me descubrió a Tolstoi y los novelistas rusos, por ejemplo), de sugerencias muy útiles para un joven escritor. Me animó mucho a seguir escribiendo. A instancias suyas envié otro cuento, Nada para morir, al premio Sésamo, y lo gané. Me pagaron mil pesetas y apareció en Destino: fue el acicate definitivo para terminar Encerrados con un solo juguete”.

Bar Apeadero
Por imperativos cronológicos dejamos atrás el barrio. En la calle Balmes esquina Provenza (o Provenza esquina Balmes, según se mire y según se entre, pues tiene dos puertas) está el Bar Apeadero, frente a la estación de Ferrocarriles Catalanes. Ahora es una cafetería impersonal, con barra metálica y mesas de plástico, como hay tantas, “pero en los primeros sesenta era uno de los pocos bares de esta zona, y allí nos reuníamos con Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater y Jaime Salinas para tomar el aperitivo”. La editorial Seix Barral (conocida entonces como "La Casa Oscura") estaba a cuatro pasos. Una tarde de otoño del 59, Marsé se presenta en la Casa Oscura con el manuscrito de Encerradosbajo el brazo, para presentarlo al Premio Biblioteca Breve: está a punto de nacer el breve mito del Escritor Obrero, del que todavía se ríe.
“No conocía a nadie, estaba totalmente desvinculado del mundo literario barcelonés, pero aquel me parecía un premio distinto, una editorial distinta. Luis Goytisolo había ganado la primera edición con Las afueras, y la segunda, la del 59, había revelado a Juan García Hortelano conNuevas amistades. Entregué el manuscrito a una recepcionista, firmé el acuse de recibo y me fuí. Unos días después mi madre me dijo: “Ha llamado un tal Carlos Barral, que quiere verte”. Me recibió Joan Petit y me llevó al despacho de Barral, que estaba con Josep Maria Castellet. Les había llamado mucho la atención la novela porque, dijeron, no tenía nada que ver con lo que les enviaban.  Era la época del realismo social a todo trapo, y Encerrados les pareció una novela extraña, introspectiva, decadente... Cuando Castellet se enteró de que trabajaba en un taller se le caía la baba. ¡Al fin el espécimen más buscado en el panorama literario español! ¡Un escritor obrero, uno de verdad! Su alegría duró poco, porque no tardaron en descubrir que lo que yo quería era ser un escritor burgués y cobrar el máximo posible por los libros para escapar de las siete horas diarias en el taller. La verdad es que se portaron muy bien conmigo, y con Carlos Barral comenzó entonces una amistad que duró hasta su muerte. Ese mismo día vinimos a tomar unas copas aquí, al Apeadero, que pronto se convertiría en el centro habitual de reunión”.
Sin embargo, y contra todo pronóstico, Marsé no ganó el premio. “Votaron a favor Barral, Castellet, Juan Petit y creo que Luis Goytisolo, pero no hubo quorum y aquel año se declaró desierto: sí, chico, una putada. El finalista fue Daniel Sueiro, con La criba. Como magro consuelo, Encerrados se publicó con un membrete que decía “con honores de premio” pero, claro, no era lo mismo. Se hizo una fiesta de presentación y allí conocí a García Hortelano, a Ana María Matute.... a los escritores del momento”.   

Postal de París

 “Tras la publicación del libro me escapé a París. Castellet estaba vinculado a un organismo internacional que se llamaba algo así como Congreso por la Cultura, presidido por un poeta católico, Pierre Emmanuel. Me consiguieron una "bolsa de viaje" (que me duró apenas un par de meses) y un trabajo de “garçon de laboratoire” en el Institut Pasteur, en el Departamento de Bioquímica Celular que dirigía Jacques Monod, un personaje fascinante, que luego fue Premio Nobel. En Seix Barral apareció uno de sus libros fundamentales, El azar y la necesidad. Murió hará pocos años. 
Ganaba lo justo para tabaco, libros y algunos cines. Hice de todo: di clases de español a la hija del pianista Robert Casadesús y tuve muchos trabajos, cortos y mal pagados. Vivía junto al Pont Neuf y frente a Les Halles, en un hotel cuyo nombre, Grand Duc de Bourgogne, poco tenía que ver con su interior. Frecuenté mucho a la gente del PC. Semprún, entonces el mítico Federico Sánchez, nos daba clases de teoría marxista. Acabé muy mal con el grupo. Eran muy puritanos y casi me hicieron un juicio político porque se enteraron de que había tenido un asunto con una chica del partido: resultó que estaba casada y su marido destinado en Argelia. 
No tenía las cosas nada claras en esa época. Había publicado una novela pero no me sentía un escritor. Me obsesionaba con la idea de tener que volver al taller de joyería y quería ganar dinero cuanto antes, así que se me ocurrieron varias ideas absurdas. La primera fue escribir otra novela durante el verano. La segunda, todavía más disparatada, ganarme la vida como traductor en Seix Barral. De ese modo, en apenas tres meses cometí Esta cara de la luna, el único de mis libros que no he dejado reeditar. Descubrí una verdad fundamental: en literatura no hay nada peor que la prisa. La novela se publicó, pero no hizo sino aumentar mis dudas y mi depresión. Recuerdo la vergüenza que sentí cuando vi los primeros ejemplares en el escaparate de una librería de Granada, el mismo día en que estalló en Cuba la crisis de los misiles: agosto del 62. El editor de Ruedo Ibérico me había encargado un libro sobre Andalucía, que tenía que hacer a medias con un amigo de París, Antonio Pérez, del grupo El Paso, y el fotógrafo Albert Vidal. En Barcelona terminé el encargo e hice un último viaje a París para entregar el material. No llegó a publicarse, nunca supe porqué. Hará unos años intenté recuperar el manuscrito para contrastarlo con un nuevo viaje a Andalucía, por los mismos lugares, pero fue imposible: no logré dar con él. 
No fui consciente de mi vocación hasta 1963, cuando comencé a escribir Ultimas tardes con Teresa”.
(Continuará)