domingo, 17 de marzo de 2013


ÍNDICE del  15 de marzo de 2013

ARTESANÍAS  LITERARIAS
La revista que nunca duerme 
 Cuentos y poemas, textos literarios, ensayos, historia. 
Enviar mensajes y colaboraciones: cuentos, poemas, ensayos, material literario con un brevísimo CV y una foto  a:  
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ARTESANÍAS LITERARIAS
                               
           
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Ernesto Ramírez

Ofelia Funes

ÍNDICE del  15 de marzo de 2013

ARTESANÍAS  LITERARIAS
La revista que nunca duerme 
 Cuentos y poemas, textos literarios, ensayos, historia. 
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·                       Michael Caine: El actor que dio vida a Londres
·                       Jorge Semprún
·                       Antonio Muñoz Molina / Un recuerdo de Onetti
·                       Graham Greene, Panamá y Torrijos
·                       CINE: Repensar la juventudJORDI COSTA  Un joven...
·                       CINE: UN FIN DE SEMANA, TODA UNA VIDA
·                       Andrés Aldao
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Michael Caine: El actor que dio vida a Londres




EL MITO BRITÁNICO CUMPLE 80 AÑOS

El actor que dio vida a Londres
Una muestra celebra a Michael Caine como la genuina esencia de la ciudad
El intérprete fue cabecilla de la revolución cultural del ‘swinging London’

Patricia Tubella / Londres 


Un galán de físico peculiar y con el distintivo acento cockney de la clase trabajadora pisa firme y sin complejos el Londres efervescente de los sesenta, donde todo parecía posible. El personaje de Alfie (1966), película erigida en icono de una cinematografía británica hasta entonces dominada por talentos y dicciones de otra ralea, puede confundirse fácilmente con el de su propio intérprete, Michael Caine, un actor que quiso y logró comerse el mundo. Desde el rebelde que rompe moldes en plena revolución social y cultural delswinging Londonhasta la estrella de Hollywood con un centenar de títulos a sus espaldas, el recorrido artístico y vital del hoy sir Michael siempre ha tenido su anclaje en esta ciudad que ahora le rinde homenaje en su 80º cumpleaños.
Adquirida desde ayer la condición de octogenario, Caine se ha revelado como un artista incombustible que sigue trabajando después de más de medio siglo en el oficio, aunque para sus conciudadanos encarna principalmente a uno de los personajes más reconocidos y queridos, a uno de los suyos. “Fue el primer actor en llevar a la gran pantalla un auténtico acento londinense y, a pesar de todos los éxitos, sigue intrínsecamente ligado a esas raíces”, subraya Beverly Cook, comisaria de la exposición en el Museo de Londres que resume esa trayectoria a través de una colección de fotografías, retratos y secuencias de una nómina interminable de películas.
Pantallas de vídeo y un gran proyector nos muestran a aquel soldado rubio deZulú o Infierno en Corea —el filme con el que debutó a los 23 años—, trastocado una década más tarde en el cínico aventurero de El hombre que pudo reinar junto a Sean Connery. El delincuente con marcado deje del East End (Un trabajo en Italia), el Pigmalión desbancado por su alumna (Educando a Rita) o el duelo actoral con la veteranía de Laurence Olivier en La huella van punteando la evolución de un intérprete cuya espléndida madurez le procura el primer Oscar por Hannah y sus hermanas, y que recibe la segunda estatuilla con toda la platea en pie por su papel en Las normas de la casa de la sidra. El Caine de los últimos años, que se prodiga en roles de secundario de lujo como Alfred, el mayordomo de la última saga Batman, ha adquirido un cierto porte venerable que apenas permite intuir los modestos orígenes del hijo de un trabajador del mercado de pescado, nacido bajo el nombre de Maurice Joseph Micklewhite el 14 de marzo de 1933.
“Soy un icono… así lo dicen en el periódico”, es una de sus citas legendarias que casa como un guante con el retrato que le tomó David Bailey en 1965. Las características gafas de gruesa montura negra, el cigarrillo sin encender apenas sostenido en los labios, la mirada entre altanera y desafiante de un actor que por aquellos tiempos reivindicaba la creatividad y emergencia de una clase relegada al último peldaño del sistema: “Estamos aquí, esta es nuestra sociedad y no vamos a marcharnos. Nos podéis querer u odiar, ya no nos importan vuestras opiniones”. Caine formaba parte de un grupo de jóvenes airados que, como el fotógrafo Bailey, el peluquero Vidal Sassoon o el también actor Terence Stamp, su compañero de piso en Ebury Street, participaron en la primera línea de la vanguardia del swinging London, una rebelión en la escena cultural y de la moda, enfática de lo nuevo, lo moderno y un espíritu hedonista frente a la austeridad de la posguerra, que acabó convirtiendo a la capital británica en un referente mundial.
La serie de fotografías de la exposición se detiene especialmente en esa época prodigiosa, inmortalizada por las cámaras de Bailey o Terry O’Neil, y que el mismo Caine ha rememorado con su habitual estilo irónico: “A principios de los sesenta no conocía a nadie famoso; al final de la década todo el mundo al que conocía ya era famoso, y eso que entre tanto no había hecho nuevas amistades”. Ya no se apeó de aquel pedestal que le ha merecido el récord, solo compartido con el estadounidense Jack Nicholson, de ser los únicos actores nominados por la academia hollywoodense en cada una de las décadas desde 1960 hasta el nuevo milenio. Esa circunstancia va a hacer muy difícil el reto que plantea el Museo de Londres a sus visitantes, nada menos que responder a la pregunta: “¿Cuál es la mejor película de Michael Caine?”. El resultado de la votación se conocerá el próximo mes y los cuatro primeros títulos serán exhibidos como guinda de una muestra que tiene entrada gratuita y se prolongará hasta julio.
En ese mismo recinto, Michael Caine acaba de recibir una condecoración solo reservada a los hijos más ilustres de Londres, Freedom of the City, en un acto donde se reivindicó la influencia de la ciudad tanto en su vida como en su carrera. Socarrón, simpático a su manera y con una reputación de tacaño que quizá beba de unos orígenes con muchas privaciones, allí inauguró emocionado una exposición que ha vuelto a ponerlo frente a frente con su supuesto sosias del celuloide. Apenas se identifica con el personaje (“Los dos somos cockney y a ambos nos gustan las mujeres, pero nunca las trataría como hace él”, dice aferrado a los 40 años de matrimonio con su segunda esposa, Shakira), porque por encima de todo es un intérprete. Y, aunque disfruta de los halagos, también marca cierta distancia: “Cuando el público que ve mis películas exclama: ‘¿No es un actor maravilloso?’, entonces he fracasado. Si realmente lo soy, se olvidarán de ello para estar pendientes de lo que va a pasarle a mi personaje. Eso es lo único que trato de ser, un verdadero actor de cine”.
Filmografía seleccionada
Zulú (1964).
Ipcress (1965).
Alfie (1966) Primera candidatura al Oscar.
Funeral en Berlín (1966).
The italian job (1969).
La batalla de Inglaterra (1969).
Asesino implacable (1971).
Veinte mil leguas de viaje submarino (1972).
La huella (1972). Segunda candidatura al Oscar.
El hombre que pudo reinar (1975).
Un puente lejano (1977).
California suite (1978).
Vestida para matar (1980).
Evasión o victoria (1981).
Educando a Rita (1983). Tercera candidatura al Oscar.
Hannah y sus hermanas (1986). Primer Oscar.
La calle de la media luna (1986).
El cuarto protocolo (1987).
Las normas de la casa de la sidra (1999). Segundo Oscar.
Shiner (2000).
El americano impasible (2002). Sexta candidatura.
Batman begins (2005).
El truco final (2006).
Un plan brillante (2007).
Harry Brown (2009).

Jorge Semprún






Si uno mira los antecedentes familiares de Jorge Semprún Maura, encontrará a diversas personalidades del universo político e intelectual español. Aunque el destino no está marcado, de todos modos podría decirse que Semprún llegó al mundo con un camino ya señalizado.
Semprún nació el 10 de diciembre de 1923 en Madrid. Tras la Guerra Civil, cuando era un adolescente se instaló junto a su familia en París (Francia) y estudió filosofía en La Sorbona. En suelo francés se sumó a la resistencia cuando, desatada la Segunda Guerra Mundial, la nación fue ocupada por losnazis.
La vida de Semprún se complicaría aún más en 1943, cuando fue atrapado y enviado a un campo de concentración en Alemania. Esa experiencia marcaría su existencia y su obra literaria, que escribiría mayoritariamente en lengua francesa.
Antes de publicar su primer libro (“El largo viaje”, aparecido en 1963), Semprún cumplió diversas funciones en la UNESCO y fue dirigente del Partido Comunista Español, desarrollando tareas clandestinas durante casi una década durante la dictadura de Francisco Franco.
Después de “El largo viaje”, llegarían obras como “El desvanecimiento”“Aquel domingo”“La algarabia”“Adiós, luz de veranos” y “Viviré con su nombre, morirá con el mío”, entre otras. Recién en 2003 presentaría su primera novela escrita en castellano: “Veinte años y un día”.
Mientras desarrollaba su carrera como escritor, Semprún también creó los guiones de numerosas películas y hasta dirigió una. En 1988, regresó activamente a la política al ser nombrado ministro de Cultura de España, cargó que ocupó durante tres años.
Su fallecimiento se produjo el 7 de junio de 2011 en ParísJorge Semprún se llevó consigo el orgullo de haber obtenido numerosos reconocimientos, como el Premio Formentor, el Premio Planeta, el Premio José Manuel Lara y la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes que concede el Estado español, entre muchos otros.

Julián Pérez Porto


Antonio Muñoz Molina / Un recuerdo de Onetti


 



IDA Y VUELTA
Un recuerdo de Onetti
En aquel anciano enfermo, anclado en su deterioro físico, había una lucidez intacta y algo que yo había encontrado siempre en su literatura: el desengaño de la vida y el amor por la vida, la propensión a una tristeza sin alivio y al mismo tiempo a una ternura pudorosa y sin límite


Cuando se ha vivido muchos años en la misma ciudad uno tiene a veces la sensación de cruzarse con una versión muy anterior de sí mismo, un fantasma al que le costaría trabajo reconocer si de verdad pudiera verlo. Yo paso con mucha frecuencia, en Madrid, por la acera de la avenida de América donde está el edificio en el que vivió hasta su muerte Juan Carlos Onetti, y siempre me acuerdo de la mañana de hace casi veintidós años justos en que vine a visitarlo. Junto a esa acera ancha delante del portal bajé de un taxi, llevando una bolsa de viaje, porque había pasado en Madrid poco más de un día y en apenas unas horas tenía que salir camino del aeropuerto. Sólo unos días antes había ido de Granada a Lisboa. Volvería a Granada esa misma tarde. Vivía entonces a rachas un aturdimiento de viajes y no sabía que me estaba aproximando a una frontera invisible del tiempo que iba a cambiar con igual fuerza mi vida y mi literatura. Aquella acera, el paisaje del tráfico hacia el aeropuerto, el mareo de la falta de sueño, los veo ahora en el recuerdo como indicios seguros de lo que ya había cambiado sin que yo lo supiera. Me detuve delante del portal con mi bolsa en la mano y comprobé de nuevo la dirección que llevaba apuntada. En unos minutos, después de un trayecto breve en ascensor, iba a encontrarme con Onetti.
La tarde anterior una señora muy amable, con ojos claros y acento porteño, se me había acercado al final de un acto literario. Me dijo que era Dolly Onetti. “A Juan le gustaría que vinieras a casa mañana”. Todo me sucedía al mismo tiempo, en un mareo de emociones simultáneas. El acto en el que yo había participado, junto a Enrique Vila-Matas y el poeta Juan Luis Panero, era un homenaje a Adolfo Bioy Casares. Acababa de conocer a Bioy y de experimentar por primera vez su generosa cortesía, y de golpe se me presentaba la oportunidad de encontrarme también con Onetti al cabo de unas pocas horas.
Los dos, cada uno a su manera, venían siendo, junto a Borges, mis maestros más queridos en la literatura en español: los que hacían resonar las cuerdas más hondas de mi imaginación literaria, los que modelaban mi manera de entender el oficio de escritor. En Bioy estaba la delicadeza irónica, en Onetti el desgarro, la pura poesía de contar lo que de tan doloroso o tan arrebatador casi no puede ser contado. De otros escritores de América Latina a los que admiraba por sus novelas me alejaban sus figuras públicas, demasiado oficiales, demasiado adictas a los protocolos. De Onetti y de Bioy me gustaba la intensa sensación de privacidad que desprendían. Para eludir las ocasiones de hablar en público Bioy decía: “Yo soy escritor por escrito”. En cuanto a Onetti, vivía retirado legendariamente en aquella casa en la que yo iba a visitarlo, como en un exilio en el interior de otro exilio, sin levantarse de la cama, fumando y sorbiendo whisky y leyendo novelas de misterio.
El corazón me latía muy fuerte cuando salí del ascensor en el último piso y llamé a la puerta. Me abrió Dolly, con su sonrisa grave de bienvenida. Las estanterías del pequeño comedor estaban llenas de libros, casi todos en ediciones de bolsillo muy usadas, muchos de ellos novelas policiales. El comedor lo recuerdo en penumbra. En la habitación donde estaba Onetti había una fuerte luz matinal. Una ventana con macetas daba a una terraza y a los tejados de Madrid. Onetti me recibió echado en la cama, en pijama, un pijama azul claro como de la Seguridad Social, en una postura forzada, de costado, apoyado en un codo. Tenía la piel pálida y enrojecida, y una barba escasa. Como no llevaba gafas resaltaban más sus grandes ojos saltones, esos ojos de pena o de tedio abismal que se le veían en las fotos.
Bebí whisky de malta con Onetti a las doce de la mañana, en ayunas, y el mareo inmediato acentuó la irrealidad de aquellas horas, el tiempo en suspenso de la conversación.
Se apoyaba en un codo y en la otra mano tenía el cigarrillo. Era una mano de dedos muy largos, el índice y el corazón manchados de nicotina, una mano desganada que desde muchos años atrás no había hecho más esfuerzo que el necesario para sostener vasos y cigarrillos, una de esas manos que se doblan y caen como desfalleciendo desde la muñeca.
En la pared, detrás de la cabecera, había fotos y recortes, pegados con chinchetas o cinta adhesiva. En la mesa de noche cabía apenas un cenicero inseguro junto a una pila de novelas. Onetti estaba acatarrado y oía con dificultad. De vez en cuando, cuando no conseguía escuchar algo que yo le había dicho y se adelantaba un poco para oírme mejor, le cruzaba por la cara un gesto rápido de impaciencia, como de rencor contra la vejez. Hablamos sobre todo de Faulkner y de Nabokov. Le gustó que le contara que cuando yo era muy joven, en una época en la que costaba mucho encontrar libros suyos, había robado El Astillero en la casa de alguien. Cuando mencioné que la tarde anterior había estado con Bioy dijo, con un desdén rioplatense en el diminutivo: “Adolfito”. Onetti era muy radical políticamente, muy consciente de las diferencias de clase. Pero no le costó nada reconocer que Bioy había escrito al menos una obra maestra, de la que habló enseguida con entusiasmo, El sueño de los héroes.
Bebía de vez en cuando un sorbo de un whisky barato con agua. Bebía y fumaba. Yo llevaba en mi bolsa de viaje una botella de whisky de malta que había comprado en el duty free del aeropuerto de Lisboa. Le pedí permiso a Dolly para dejársela como regalo. Ella asintió, encogiéndose de hombros: “Así por lo menos beberá algo de buena calidad”.
De modo que bebí whisky de malta con Onetti a las doce de la mañana, en ayunas, y el mareo inmediato acentuó la irrealidad de aquellas horas, el tiempo en suspenso de la conversación, en la que se me insinuaba poco a poco la urgencia de marcharme para no perder mi avión a Granada. En aquel anciano enfermo, anclado en su deterioro físico, había una lucidez intacta y algo que yo había encontrado siempre en su literatura, y que había tenido desde muy joven sobre mí un efecto parecido al del whisky a media mañana y al fervor secreto que llevaba conmigo ese día de noviembre: el desengaño de la vida y el amor por la vida, la propensión a una tristeza sin alivio y al mismo tiempo a una ternura pudorosa y sin límite. La indignación lo reanimaba. Renegó de los obispos españoles y de su afición a invadir el derecho a la felicidad sexual de la gente. Le pidió a Dolly que me diera el primer volumen de la biografía de Faulkner de Joseph Blotner. “¿Y por qué no los dos?”, dijo Dolly. “Para que así tenga que volver”.
Pero ya se me acababa el tiempo, y él estaba cansado. Por timidez, por miedo a importunar a un hombre enfermo, ya no volví nunca. Lo que recuerdo exactamente, veintidós años después, es su mano débil apretando la mía en la despedida, y las palabras que me dijo: “Es lindo sentirse amigo”. 

Graham Greene, Panamá y Torrijos



El autor inglés cuenta en 'Descubriendo al general' su relación con el líder y exmandatario panameño Omar Torrijos
El libro relata cómo y por qué el propio Greene abandono el espionaje
Cuenta con epílogo de García Márquez y prólogo de Jon Lee Anderson
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Graham Greene (1904-1991) solían preguntarle por qué le interesaba tanto América Latina. Varias de sus novelas, como El Poder y la GloriaViajes con mi tía o El Cónsul Honorario, transcurrían en países como México, Paraguay y Argentina. Visitaba, además, una y otra vez la región y era amigo de algunos escritores residentes u originarios de ahí. Greene respondía que todo se debía a que “en esos países la política rara vez significa una mera alternativa de partidos políticos rivales, sino que siempre ha sido una cuestión de vida o muerte.”
En el verano de 1981, cuando estaba a punto de viajar hacia Panamá, el escritor (y espía) inglés se enteró de que el general Omar Torrijos Herrera, líder militar y mandatario del país centroamericano entre 1969 y 1981, tras participar en el golpe de Estado de 1968, había muerto en un extraño accidente de aviación. Torrijos era un buen amigo suyo (le permitía acompañarlo en ocasiones tan trascendentales como las negociaciones con Estados Unidos sobre el Tratado del Canal de Panamá). Así que, en medio del estupor que le causó la trágica noticia, pensó que la mejor forma de homenajearlo era escribir sobre él y su país.
Además de recordar al general Torrijos, en su epílogo García Márquez destaca la calidad literaria de los libros de Graham Greene y le agradece algunas lecciones: “Él me enseñó una manera de ver el Caribe. Me enseñó a lograr que hiciera calor en los libros
Las anécdotas de Torrijos (a quien “había aprendido a querer” y consideraba que “había muerto en la plenitud de su vida”), el análisis sobre la importancia geopolítica de Panamá y las razones por las que el autor dejó el espionaje llenaron las páginas de Getting to Know the Genral. Cuando en México los editores del Fondo de Cultura Económica decidieron publicar el libro, le preguntaron a Gabriel García Márquez “qué título le cuadraba en español” y el colombiano les dijo “que le pusieran sencillamenteDescubriendo al General y no le dieran más vueltas”. Ahora la obra la reedita en España la editorial Capitán Swing con el mismo título, pero con dos añadidos: un prólogo de Jon Lee Anderson y un epílogo de Gabriel García Márquez.
El texto de Lee Anderson fue publicado en noviembre de 1999 como Carta desde Panamá en la revista estadounidense The New Yorker y ofrece un panorama general del país que, en esencia, delineó el propio Torrijos. Es un viaje por la vida política, económica y social de Panamá, “una especie de caballo de Troya yanqui”, una eterna aspirante a ser Suiza, pero “más parecida a Casablanca o Tánger". (El prólogo del libro lo puedes leer aquí).
Además de recordar al general Torrijos, en su epílogo García Márquez destaca la calidad literaria de los libros de Graham Greene y le agradece algunas lecciones: “Él me enseñó una manera de ver el Caribe. Me enseñó a lograr que hiciera calor en los libros. Greene no lo decía de frente, pero aportaba todos los detalles para que el lector sintiera el calor. En mis novelas utilizo esos elementos que aprendí de él para describir el clima: ese clima que influye en el modo de ser de las personas”. Y va más allá: “La mala horatiene, desde el punto de vista técnico, una estructura casi calcada de la obra de Graham Greene.”
Omar Efraín Torrijos Herrera (1929-1981) era el “Líder Máximo de la Revolución Panameña” y, según Greene, quería que toda Centroamérica estuviera libre de cualquier injerencia de los Estados Unidos. Pero no se deshacía de la fatalidad y quizá estaba consciente de que no lograría cumplirlo. Un día el escritor le preguntó al general cuál era su sueño más frecuente. “Me contestó sin dudar: la muerte".

“La poesía es una forma de resistencia”


Con 82 años, el autor argentino está más activo que nunca. Publica ahora su 'Poesía reunida' y acaba de terminar un nuevo libro


Juan Gelman ha escrito 1.300 páginas de poemas. Son las que tiene el colosal volumen de su Poesía reunida, recién publicado por Seix Barral en formato adoquín. Desde los primeros versos de Violín y otras cuestiones, de 1956, hasta El emperrado corazón amora, de 2010, todo está allí: 29 libros. Él, sin embargo, está ya en otra cosa: acaba de cerrar un nuevo poemario titulado escuetamente Hoy. “Ahora lo dejo en reposo”, dice. “Un rato. Luego lo vuelvo a leer. Hay que crear distancia”. Espera publicarlo el año que viene.
Argentino de 82 años y afincado en México después de recorrer medio mundo de exilio en exilio, Gelman pasó por León para recoger el Premio Leteo. Allí le acompañó su amigo Antonio Gamoneda, al que en 2007 sucedió en el palmarés del Premio Cervantes. Ambos coincidieron en sendos actos. En uno de ellos se habló de la poesía y la vida. En el otro, el poeta leonés glosó al poeta argentino, que, abrumado, dio las gracias por el homenaje y se limitó a leer Confianzas, uno de sus poemas más populares: “se sienta a la mesa y escribe / ‘con este poema no tomarás el poder’ dice / ‘con estos versos no harás la Revolución’ dice / ‘ni con miles de versos harás la Revolución’ dice // y más: esos versos no han de servirle para / que peones maestros hacheros vivan mejor / coman mejor o él mismo coma viva mejor / ni para enamorar a una le servirán // no ganará plata con ellos / no entrará al cine gratis con ellos / no le darán ropa por ellos / no conseguirá tabaco o vino por ellos // ni papagayos ni bufandas ni barcos / ni toros ni paraguas conseguirá por ellos / si por ellos fuera la lluvia lo mojará / no alcanzará perdón o gracia por ellos // ‘con este poema no tomarás el poder’ dice / ‘con estos versos no harás la Revolución’ dice / ‘ni con miles de versos harás la Revolución’ dice / se sienta a la mesa y escribe”.
Siempre hay una insatisfacción. Es muy difícil pescar a la señora esta de la poesía.
Silencio. Aplausos. Gelman: “Yo creo que ya está”. Como el público que llenaba el salón de actos no parecía estar de acuerdo, el poeta respondió a una pregunta sobre la capacidad de intervención social de su oficio, la famosa utilidad de la escritura. Respuesta: “Hay cosas que no se le deben pedir a la poesía. Hay que pedírselas a la gente: que defienda sus derechos, por ejemplo”. Antes de ese coloquio en verso y prosa, sentado ante un vaso de agua en el Hostal de San Marcos —cárcel durante la Guerra Civil y hoy Parador de Turismo—, el autor de Cólera buey habla con parsimonia.
PREGUNTA. La pregunta más tópica para un escritor es por qué escribe, pero visto el millar de páginas de su poesía reunida y sabiendo que tiene nuevo libro, la que se impone es: ¿por qué sigue escribiendo?
RESPUESTA. Siempre hay una insatisfacción. Es muy difícil pescar a la señora esta de la poesía. ¿Por qué insistir? Para tratar de ver si finalmente puedo. Hay gente que se cansa en el camino, yo todavía no.
P. ¿Insatisfacción hacia lo ya escrito o hacia lo que quiere escribir?
R. Con lo escrito. Al menos en mi caso. John Donne tenía esa imagen de la belleza como un compás. Decía: “Yo empiezo donde termino”. Sor Juana Inés de la Cruz, sin embargo, tenía otra visión. A ella le parecía una espiral cada vez más abarcadora, sujeta a los vientos de la época. En realidad se escribe sobre pocos temas, pero a medida que pasa el tiempo, a medida que se vive más, se lee más, se aprende más, cada uno de esos temas se ve desde ese punto diferente. Y ese punto nuevo exige su propia expresión, que no puede ser ninguna de las anteriores. La insatisfacción nace de ahí.
P. Muchas veces usted descoyunta la gramática y convierte en verbo un sustantivo. De mundo crea mundar, por ejemplo. ¿El lenguaje se le queda pequeño?
R. En el fondo, de Cervantes a la fecha, siempre se ha dicho eso. Cervantes se inventa neologismos y defiende la necesidad de reinventar la lengua. En mi caso es un intento de pasar los límites.
P. ¿Y qué dicen sus traductores?
R. [Se ríe] Creo que he logrado que salgan de su lógica. He tenido la suerte de tener excelentes traductores. Rompen sus propias lenguas para hacer el intento, aunque no siempre es posible.
P. Hay quien dice que poesía es justo lo que se pierde en la traducción de poesía. ¿Está de acuerdo?
En casa se hablaban cuatro lenguas: yídish, ruso, ucraniano y castellano
R. Depende del traductor, y cada lengua tiene su lógica. Bien decía Pavese que para hacer una buena traducción de una lengua a otra no basta con conocer las dos: hay que conocer las dos culturas… Yo creo que traducir poesía es más difícil que escribirla. Yo mismo empecé traduciendo y me fue mal.
P. ¿A quién tradujo?
R. Traduje a… ¿cómo se llama este? Usted perdone: hay gente que tiene lagunas en la memoria, yo tengo el golfo de México… Evtuchenko, el ruso. También algunas cosas de Bertolt Brecht. Y a Cavalcanti, el maestro de Dante. Tiene unos poemas extraordinarios: “¿quién es esta que viene y todos miran / y hace temblar de claridad el aire?”. El segundo verso no es difícil de traducir: che fa tremar di chiaritate l’are. Ningún problema. Pero el primero —chi è questa che vèn, ch’ogni’om la mira—. Que todos los hombres miran… Con el todos más o menos me salvo, pero el todos en castellano también incluye a todas.
P. ¿Habla ruso, lo digo por Evtuchenko?
R. Algo, sí.
P. Sus padres llegaron a Argentina desde Ucrania. ¿El hecho de vivir de una familia que hablaba en otro idioma y de exiliarse luego ha influido en su manera de ver el lenguaje?
R. Yo creo que sí. En casa se hablaban cuatro lenguas: yídish, ruso, ucraniano y castellano. Nuestros padres nos decían que habláramos en castellano, pero vivíamos en el barrio de Villa Crespo, de modo que en la calle me encontraba con el ruso, el polaco, el árabe, el rumano… De esa multitud de sonidos algo debió quedar.
P. Tradicionalmente, la poesía que tiene un fondo crítico suele tener una forma clara. Su caso ha sido el contrario. Su revolución empieza por el lenguaje. ¿Es algo consciente?
R. Es difícil contestar porque de algún modo todo eso hace presión sobre uno y la rebeldía surge. Pero no es una propuesta voluntaria, nunca puede serlo. Como una vez me dijo un amigo… Le cuento: yo volvía de Italia, donde había conocido a Pasolini, que había publicado su primer libro, Le ceneri di Gramsci[Las cenizas de Gramsci]. Este amigo me preguntaba: “¿Cómo es él?”. Y yo: “Bueno, no es muy alto, tiene una mandíbula saliente…”. Y mi amigo: “¿Una mandíbula saliente? Eso es señal de voluntad”. Pero la voluntad en la poesía sirve para nada. Creo que por eso se dedicó al cine. En poesía la voluntad sirve menos todavía que la mandíbula. Mire, yo no quiero fingir una ingenuidad que no tengo, pero tampoco quiero fingir que sé lo que no sé.
P. ¿La rebeldía debe expresarse con un lenguaje común a todos o con uno completamente distinto?
R. Uno con la poesía no se puede proponer nada. Recuerdo que en los años cincuenta se desató la guerra de Corea. Por supuesto, todos los poetas comunistas, entre ellos los franceses, escribieron poemas denostando el imperialismo. El único que no lo hizo fue Paul Éluard. Los compañeros le dijeron: “¿Cómo es que no escribes un poema sobre esto, que es tan grave?”. Y él dijo: “Yo solo escribo sobre estas cosas cuando la circunstancia exterior coincide con la circunstancia interior”. Eso es aplicable a todo.
P. Hablando con Antonio Gamoneda dijo usted que la civilización se va al demonio. ¿No hay modelos que seguir?
R. No lo veo. Pero hay que distinguir entre civilización y cultura. La civilización occidental persigue el desarrollo extremo, y mire a dónde llegó la cosa. En general era la política la que regía la economía. Hace años que no es así, pero ahora de un modo descarado: los jefes de Estado se reúnen para cumplir las órdenes del FMI. Eso me parece extraordinario. No sé cómo el capitalismo mismo va a salir de esta. Seguramente, a costa de millones, y no de dólares precisamente.
P. ¿Qué hacer? ¿Cómo ve su propio país, Argentina?
Las calificadoras le bajan la calificación a Argentina porque va contra la corriente
R. Lo que están haciendo en Argentina es tratar de volver al capitalismo clásico, que ya es un avance, porque se basa en la producción, no en la jugada financiera. ¿Cómo puede ser que un país como Grecia esté al borde de la quiebra? Un país no es una empresa.
P. ¿La política puede tomar las riendas sin caer en el populismo? Es la acusación que suele hacerse al Gobierno argentino.
R. Para el FMI, populismo es no hacer lo que ellos quieren. Son definiciones muy imprecisas. Argentina busca el regreso a un capitalismo donde los medios más importantes —el petróleo, etcétera— están en manos del Estado. El mundo lo domina la libertad de comercio, sí, libertad, menos para millones y millones. Es un escándalo.
P. ¿Y las críticas a Cristina Fernández? ¿Las acusaciones de querer controlar a la prensa?
R. Nunca ha habido una libertad de prensa como ahora. Si uno se entera de esas críticas es porque cada uno dice lo que quiere. No es que este Gobierno carezca de errores. Menem, también peronista, lo único que no pudo vender es el aire, porque no hay forma de envasarlo. Las calificadoras le bajan la calificación a Argentina porque va contra la corriente.
P. ¿No hay un cierto culto a la personalidad? También eso es muy peronista.
R. Esto pasa en todos los países donde hay líderes.
P. ¿Le parece bien?
R. Me parece una cuestión de hecho.
P. Hay cosas de hecho contra las que nos rebelamos.
No leí nunca en los epítetos policiales la palabra utopía, ni belleza, ni ternura
R. Cuando digo que es un hecho me refiero a que, por ejemplo, a mí no me gusta Chávez, pero tanto tirarse contra él y resulta que el hombre saca los votos. Hay algo sociológico entre líder y liderado. En Masa y poder [de Elias Canetti] se explica bien.
P. Hablando de masas y minorías, usted siempre ha dicho que la poesía es una forma de resistencia por el mero hecho de existir. ¿Puede haber resistencia sin gran presencia social, sin muchos lectores?
R. Es su mera existencia, la poesía, el arte, todo aquello que enriquece al ser humano es una forma de resistencia. Con la poesía no vas a poder comer ni vas a hacer la revolución, pero enriquece interiormente a aquel que alguna vez se le acerca. El hecho es que en Internet aparecen una cantidad de poetas a los que nunca antes se podía acceder. En todas las lenguas, grandes poetas… y muchos espontáneos.
P. También usted empezó como espontáneo, enviando poemas a una revista.
R. Cierto. Y trabajé mucho tiempo como periodista. Vivía de la poesía y comía del periodismo.
P. Siempre ha tenido las palabras como materia prima. ¿Nunca se bloqueó? ¿Cómo sentarse a escribir, por ejemplo, después de la desaparición de su hijo y su nuera?
R. Me deja usted pensando… No lo sé, la verdad. Yo sé que después de todo esto que pasó no puedo volver a escribir como antes. Eso sí lo sé. No pude volver a escribir como antes. ¿Recuerda a aquel señor que dijo que no se podía escribir poesía lírica después de Auschwitz? Pues ahí está Paul Celan.
¿Usted sabe que la dictadura militar argentina quemó El Principito?
P. ¿El hecho de que la víctima y el verdugo usen las mismas palabras es un problema para un escritor?
R. Mire, las palabras son como el aire: son de todo el mundo. El problema no es la palabra sino el tono, el conjunto del que forma parte, a dónde va esa palabra, en compañía de quién. Claro que asesinos y asesinados usan las mismas palabras, pero yo no leí nunca en los epítetos policiales la palabra utopía, ni belleza, ni ternura. ¿Usted sabe que la dictadura militar argentina quemó El Principito? Y yo le doy la razón. No porque no ame al Principito sino porque es un libro tan lleno de ternura que daña a cualquier dictadura.
P. Juan José Saer contaba que un general quiso prohibir la ley de la gravedad.
R. Y se quemaron libros de matemáticas modernas. Ya conoce el chiste del almirante uruguayo que durante la dictadura dijo: “Estábamos frente al abismo y dimos un giro de 360 grados”.
P. ¿Después del exilio no pensó en volver a vivir en Argentina?
R. No. Elegí vivir en México y por primera vez pude elegir, no que me echaran de un sitio y tuviera que irme a otro. Eso sí, viajo todos los años a Argentina. Piso el aeropuerto de Buenos Aires y me siento muy contento… porque sé que me voy a los 10 o 15 días. Tengo una hija, un nieto. Amigos quedan muy pocos, pero hay.
P. ¿Cree que en Argentina se ha resuelto bien el tema de la memoria histórica? Como sabe, en España el debate sigue abierto.
R. En el caso argentino había una herencia de impunidad espantosa. Cambió cuando Néstor Kirchner anuló las mal llamadas leyes del perdón. Mal llamadas porque no conozco ninguna víctima que haya delegado en terceros la capacidad de perdonar. Al cambiar esas leyes se han podido iniciar y concluir juicios contra represores. Aunque no están todos los que fueron. En mi caso, en el caso de mi hijo, mi nuera, mi nieta, le dieron perpetua a un general y a cuatro agentes de los servicios de inteligencia que estuvieron en la cosa. Pero en la cosa estuvieron más de 20 personas. La posibilidad de que la justicia se extienda es difícil. Pero el hecho es que hay más de 300 militares presos. Es un proceso lento y difícil. A los 35 años del asesinato de mi hijo fue castigado a prisión perpetua el general responsable, que entonces era capitán. Los mexicanos tienen un dicho: justicia tardada, justicia negada. Pero entre eso y la impunidad hay una enorme diferencia.
Poesía reunida. Juan Gelman. Prólogos de Julio Cortázar y Pere Gimferrer. Seix Barral. Barcelona, 2012. 1.310 páginas. 25 euros (electrónico 15,99).