miércoles, 22 de mayo de 2013

Gerardo Pennini





Los Misteriosos Amores De Mártires Y Septimio

Los primeros (muchos) años de la oleada de españoles que llegó a América fueron de guerras despiadadas. Igualmente hubo tiempo para intrigas, zancadillas y matanzas entre los mismos peninsulares. Luego comenzó el asentamiento y los que no lo habían hecho oportunamente para ocupar los lugares donde era más fácil enriquecerse, debieron luchar contra la naturaleza de selvas, desiertos y montañas de dimensiones inimaginadas en Europa. 
A menudo la naturaleza ganaba la partida hasta que lentamente se fue imponiendo la insistencia de los recién llegados y sus descendientes. O mejor dicho, la miseria y el sometimiento que vivían en España eran motivos más que pavorosos para enfrentar los riesgos de América.
Entre quienes lograron aferrarse a un trozo de tierra y afincarse estaba un aprendiz de zapatero del Bierzo, entre asturiano y leonés, finito y largo como silbido de arriero y de pelo rojo oscuro. Ojos claros y pelambre rojiza lo hacían resaltar en medio de aquellos españoles morenos entre los cuales eran frecuentes los moros disimulados.
Tal mozo se enamoró de la señorita hija del Corregidor, hombre de muchos blasones y pocas pulgas, aunque pulgas y piojos sobraren en la aldea. Para colmo de sufrimiento, era necesario presentar los documentos de matrimonio sacramentado para ser dueño de un terrón, fuera miserable parcela o extenso fundo.
La señorita en cuestión parecía no rechazar las miradas y señales invisibles que despedía su pretendiente, Alonso Septimio del Bierzo, que así se llamaba.
Bien dicho que se llamaba, porque se llamaba de esta manera a sí mismo. En su pueblo había sido “el séptimo de la Pascuala”  simplemente un hijo más de una aceitunera más, trabajadora temporal en la alquería de un tal Alonso Bregante. Lo cierto es que en las nuevas tierras, nuevo nombre, y todo ello pasaba a importar al momento de tramitar propiedades, casamientos o empleos en la burocracia virreinal y comarcana. Un decir, convenía presentarse como hijo de alguien, hijodalgo o más actualizado, hidalgo. Como si no todo el mundo fuese hijo de alguien, joder.
Puestos a fabricarse árboles genealógicos, los nuevos propietarios variaban entre los más cortos de imaginación, que apenas lograban encontrar un perejil, hasta los más atrevidos y fantasiosos, que despertaban inmediatamente sospechas porque dibujaban frondosos durazneros que no paraban de crecer por lo menos hasta San Pedro. Y ahí era donde la fruta caía de madura bajo las sacudidas del Santo Oficio, porque nombre de santo usado como apellido olía a marrano a distancia.
Nuestro mozo no tenía imaginación pero tampoco era tonto, y se dio a la tarea de conseguir alguna raíz en la tierra de su madre, por débil que fuese. Así, mediante un cura paciente y bonachón, logró constancia de que su tío materno Rodrigo descansaba en paz en el camposanto de Santibáñez del Toral, cerca de su pueblo. Hizo todo lo necesario y pagó mucho más de lo necesario hasta que logró que le adjudicaran un Rodríguez para acompañar  el aderezo; y pasó a ser anotado como Alonso Septimio Rodríguez del Bierzo.
Ya era hijodalgo, o sea, hijo de su tío. Pero nadie sacaría estas conclusiones.
Septimio tenía resuelto su problema de linaje y poco le faltaba para llegar a la mano de la hija del señor Corregidor. Pero otra brecha se abría ante sus aspiraciones. Tantas diligencias, correspondencia con España, honorarios de tinterillos y notarios que incluyeron un sobornillo por aquí y otro por allá, habían menguado su no muy cuantioso patrimonio.
El domingo después la misa mayor el mozo regresó cabizbajo al fundo, y quedó sentado en una cerca de palo toda la tarde hasta que los primeros fríos que bajaron de la montaña lo hicieron castañetear. Dentro de la casa, ya junto al fuego, revolvía su potaje sin decidirse a comer bocado. La carencia de buenas monedas acuñadas en el Potosí se erguía en su mente como la boca de un monstruo que lo tragaría en cualquier momento. El motivo de tanta desazón era que la niña de sus desvelos ese día lo había mirado y en sus ensueños febriles, Septimio podía jurar que esbozó una sonrisa.
Lo que nuestro enamorado no sabía era que el señor Corregidor pasaba por el mismo trance. El funcionario de la Corona había perdido influencias y participación en los negocios habituales a tales cargos, y esto restaba ingresos a su bolsa.
El tiempo corría inexorable y mientras Septimio se convertía en Don Septimio y recuperaba poco a poco el dinero gastado, el Corregidor se hundía en una maraña de préstamos y deudas que lo llevaron a ser prácticamente prisionero voluntario de las paredes de su casa. Para nuestro enamorado significó un vuelco muy favorable, ya que podía acercarse a la dueña de su corazón sin más trabas que la chaperona que como en todos los folletines, era complaciente.
Llegó el día entonces en que se enfrentaron Mártires Inocencia Álvarez del Toral y nuestro héroe Septimio Rodríguez del Bierzo. Fue un encuentro donde hubo más mímica, sonrisas y suspiros que palabras; pero que permitió a los jóvenes entenderse y coincidir en los sentimientos. Tomó coraje Septimio después del encuentro, y como no queremos extendernos, diremos que hubo hasta el domingo siguiente una seguidilla de billetes perfumados con pétalos de retama.
Llegada que fue la misa mayor, tras los muros del cementerio adosado a la iglesia, Mártires y Septimio urdieron un plan para escapar juntos, pero el sentido común de la chaperona los hizo pisar la tierra… ¿Dónde irían en esta tierra barrida a los cuatro vientos por los dogos de la Inquisición? . Existía la posibilidad de ocultarse de la justicia del virrey, pero de los frailes dominicos nunca. Parece que ese año eligieron un Papa pariente o por lo menos vecino de Septimio, porque cuando el carruaje del Santo Oficio negro y cerrado herméticamente entró a la villa aterrando a todos, al detenerse en la Plaza de Armas lo hizo frente a la casa del Corregidor.
Los vecinos que salieron a curiosear como de costumbre, solo alcanzaron a ver un flamear de sotanas negras, un brillar de alabardas y morriones, y al Corregidor subiendo al carruaje. Todo en absoluto silencio. Instantes después, de la otrora rica y alegre mansión salían surcando el aire desgarradores gritos femeninos. Los más cercanos a la familia de don Álvarez del Toral ya podían comentar libremente sus conjeturas sobre posibles antepasados hebraicos del funcionario removido y encarcelado. Lo más tétrico del episodio era que las mismas conjeturas habían llegado a la capital y promovido la decadencia y actual desgracia de la familia.
Septimio se enteró rápidamente del suceso allá en su alquería y llegó a divisar el camino en el momento justo en que la polvareda del carruaje se perdía en un recodo. Rápidamente se reunió con un par de hombres de confianza, tan de confianza que si no hubiera sido por el empleo dado por el joven estarían pendiendo de una horca. Esta era le gente que Septimio necesitaba para arriesgarse en una empresa desesperada. Pensando a la velocidad del rayo había urdido un plan para liberar al Corregidor y a la vez lograr la mano de su amada.
Lo primero que hizo el mozo fue llegar con el mayor sigilo hasta la casa de su amada Mártires  para platicar con ella la idea que había imaginado. Una vez puestos de acuerdo ambos jóvenes, y encargándose la muchacha de convencer a su madre, Septimio salió disfrazado con ropas del criado y se dirigió a la ranchada que poblaba la sierra de su propiedad. Allí participó de sus maquinaciones a un hombre de confianza que acto seguido se ocupó de reunir caballada, provisiones y un pequeño grupo de fieles cómplices.
Tres días después, al caer la noche, una banda de espíritus desaforados y aullantes cayó sobre la posta donde descuidadamente se predisponían a dormir frailes, guardias y prisionero. Los demonios nocturnos brincaban en medio de lo que parecían ser ramalazos de fuego amenazando a los pasajeros con sus fauces monstruosas y sus tridentes mientras horrísonos chirridos, lamentos y trompeteos aturdían por doquier. Para mayor espanto, en medio del aquelarre los engendros flameantes tumbaron el carruaje con gran estruendo y polvareda, lo que terminó con el valor de los guardias quienes huyeron dejando solos a los frailes inquisidores. Protegidos sólo por anatemas en latín, los pobres delegados del Santo Oficio se atrincheraron en un altillo entre charqui, maíz seco, sebo y ratas.
Mientras sucedían estos hechos extraordinarios, Septimio arrebató al Corregidor de su prisión momentánea y enancándolo en su caballo partió al galope, seguido a los pocos minutos por la tropa de “diablos” que iba dejando el camino regado con los ingeniosos disfraces.
Poco tiempo después Mártires y su madre se reunían con don Álvarez del Toral en el tambo más recóndito de las tierras de Septimio.
Seguros del silencio de sus compañeros de aventura que por otra parte se desternillaban de risa por lo ocurrido, y bien ocultos en los vericuetos serranos, el Corregidor y su mujer no pudieron menos que entregar a Septimio la mano de su hija, ahora huérfana a los ojos y oídos de la villa y del Tribunal.
Claro que el ahora muy digno don Alonso Septimio del Bierzo tuvo que sufrir otra sangría a sus arcas para recompensar servicios, entre los que se contaban los prestados por cierto cura autor de la falsa denuncia contra el Corregidor y que unos años después fuera subsanada con documentos traídos de España. Pero en la guerra y el amor, todo vale.

4 comentarios:

  1. La gallardía de Septimio lo hace digno representante (un buen hidalgo) de las tierras del Bierzo. ¡Cómo evitar una carcajada emocionada al leer e imaginar los coloridos de estos personajes! Si hasta parece que uno recorre, andando, las carreteras que unen Santibáñez del Toral, Bembibre, Rozuelo, Folgoso de la Ribera, para encontrarse con Mártires, su madre y hasta el cura que se asoma desde la ermita, colonizada por las cigüeñas en su campanario. ¡Una obra maestra, maestro!

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  2. Este relato de Pennini me daja hecho una sopa de sudor. Tuve que leerlo un par de veces para seguir las andanzas de estos personajes algo estrafalarios. La pluma del autor se esmeró en brindarnos un relato nada usual.
    andrés

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  3. Leer al escritor Gerardo Pennini, me reconcilia con la lengua que más me gusta y su estilo. La lengua,la española me trae a las palabras ya olvidadas de las primeras lecturas, a la alegría, ironías y modismos que tanto me atraparon. Es un soplo de frescura ante tantos vocablos inventados y que a mí, a mí no me hacen entender ni gozar de ellas. Peco quizás de almidonada y medio escolar, pero me ha gustado mucho acompañar cada frase, no sin esfuerzo.
    Gracias, muchas gracias por este placer. Volveré a leerlo para mayor disfrute y comprensión.
    Sonia Figueras

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  4. Entretenidas desventuras del tal Septimio, picardía, imaginación, trabajo, todo puesto al servicio del amor. Como siempre, un placer leerlo, placer de la sonrisa, placer del lenguaje,placer de las imágenes, Carlos Arturo Trinelli

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