domingo, 27 de abril de 2014

INDICE DE ARTESANÍAS LITERARIAS DEL 27 DE ABRIL 2014

Murió García Márquez


El valor de la amistad
Por Jacobo G. García (El Mundo – España)  

"Yo vivo sólo para que me quieran más mis amigos" solía decir y éstos ahora se multiplican. Una de sus mejores amigas, el premio Cervantes Elena Poniatowska, recordó en El Mundo al Gabo dicharachero y bueno con quien compartió muchas horas de charlas y risas. "Nos queremos mucho desde antes de que le dieran el Nobel, porque es una persona muy tierna y sencilla, y cuando nos vemos siempre me pregunta cosas como si debo comprarme otro pantalón, si esta americana combina con esta camisa..." recuerda horas antes de conocerse la noticia.

Una amistad que incluso le costó una exclusiva. Fue aquel día en que Vargas Llosa le dio aquel puñetazo en la cara a Gabo y Elena estaba delante. Pero mientras Ana Cecilia Treviño, la Bambi, editora del diario Excélsior, salió corriendo a enviar el texto, Elenita fue por un bistec crudo para bajarle el hinchazón. Le habían ganado la portada.

Aquí en la Ciudad de México, García Márquez llegó huyendo del dictador colombiano Laureano Gómez y su sucesor, el general Gustavo Rojas Pinilla. Durante su exilio en la Ciudad de México empezó a escribir 'Cien Años de Soledad', en un estilo que demuestra la influencia del famoso escritor estadounidense William Faulkner. El escritor colombiano llevó a su esposa a vivir con su familia y en el D.F permaneció 18 meses casi sin salir de la habitación de su apartamento a la que llamaba "la Cueva de la Mafia". Allí permaneció consumiendo seis paquetes diarios de cigarrillos. Las deudas se acumulaban y para resistir económicamente este largo período vendió su automóvil y casi todas sus pertenencias, incluyendo los electrodomésticos y enseres de la casa. Por esta obra percibió un anticipo de apenas 500 dólares y la tirada inicial fue de 8.000 ejemplares.

Para la tumba García Márquez se lleva el misterio sobre la famosa novela inacabada de Gabo, una obra que se debía llamar "En agosto nos vemos". "Se trata de un libro que escribió hace algunos años, poco después de 'Memorias de mis putas tristes', pero que ha corregido casi de forma obsesiva", dijo su editor Cristóbal Pera a EL MUNDO el año pasado. La leyenda cuenta que Gabo había escrito hasta seis finales y que, una vez terminada, la guardó en un cajón para que fuera publicada una vez fallecido. Para su editor, que ha leído varios capítulos, se trata de una "obra maestra" pero la fecha de su publicación "es una decisión personal de Gabo", aclararía entonces.

"La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla", dijo en una de sus últimas entrevistas.

Hasta la floreada casa del barrio de San Ángel llegaron durante todo el día escritores como Ángeles Mastretta o Héctor Aguilar Camín, quien recordó que la muerte del periodista colombiano no es cualquier cosa: "Es como si se hubiera muerto Dickens o Balzac. Es una cosa muy seria García Márquez".


Su familia informó de que el cuerpo del novelista será incinerado y serán sus cenizas las que estén presentes en el homenaje que se le rendirá el próximo lunes en Bellas Artes, catedral de la cultura mexicana. El homenaje incluiría lecturas, proyecciones de cine, reediciones y conferencias.

Andrés Aldao



Historia de Damián
                                          
“…comprendí que no podíamos entendernos.
Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos”.
No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo.
Jorge Luis Borges, “El Otro”


Era un tipo enjuto por vocación y figura. Apareció una mañana envuelto en su enjutez, sosteniendo el cigarrillo con esa pulcritud que luego iba a ser la comidilla del personal. Sobrio en el hablar, frugal, ojos ceniza de mirada abatida y huidiza, también su manera de pitar el cigarrillo, difícil definirla, era como distinguida, algo lacónica tal vez. No sonreía excepto un leve rictus, una línea combada parecida a una sonrisa de personaje de historieta. Lo conocí allá por la década del setenta. Yo era secretario de redacción de una revista de la industria maderera y necesitaba un redactor: me había decepcionado de los muchachos que se enganchaban como periodistas y a los dos meses se mandaban mudar sin siquiera avisarme.
Damián Domínguez se presentó con un hilo de voz. Dos veces tuve que pedirle que me repita el nombre. 
–Vengo por el aviso  – precisó luego.
–Usted no es un pibe – le insinué – y aquí no pagan mucho sueldo, ¿sabe?
–Necesito trabajar, pruébeme. No tengo pretensiones.
Lo mandé hacer una nota a un aserradero. No perdía nada. Volvió después del mediodía y preguntó si podía pasar la nota en la Olivetti 44. Estaba en un rincón de la oficina, arrumbada sobre una mesa tumefacta y gris. Lo escuché teclear con la misma módica elegancia que empleaba para todos sus actos y gestos. Estaba sumido en la corrección de pruebas de galera cuando el flamante redactor, sigiloso, casi en punta de pies, me acercó su artículo. Podía percibir su mirada tratando de descifrar mis sensaciones, penetrar en mi masa encefálica y descubrir las reacciones que me generaba la lectura. Terminada ésta hice como que aún leía el texto, levanté la vista y regresé a la hoja de papel: quería confundirlo, poner distancia entre los dos. Luego – tal vez porque le di la oportunidad contrariando mi primera reacción – le dije con algo de fastidio:
–No lo tome a mal, Domínguez, pero esta nota tiene demasiada calidad para nuestra publicación: nosotros hacemos periodismo  – esto último lo dije con cierta ironía.
–Podría retocarla, hacerla más simple: necesito el trabajo –respondió impasible.
–Escúcheme, lo que usted escribió tiene nivel pero es demasiado lírico para describir las actividades de un aserradero. No sé que decirle... ¿Sabe qué? ¡lo tomo! – le dije. Fue un impulso que aún hoy no me explico.
Así comenzamos nuestra relación, resaltada por la parquedad de Damián, su labor silenciosa, la capacidad de escribir buenos artículos periodísticos y la fluidez de sus conocimientos en política e historia

Es curioso: por regla general los lugares de trabajo se convierten en un vivero de amistades transitorias y perecederas, en una fuente de compañerismo que a veces enhebra la vida de las personas, o une como pareja a un hombre y una mujer. Damián no era hosco: por el contrario, irradiaba generosidad. Sus buenas maneras no parecían una pose o el ejercicio meticuloso de la simulación. Empero, una delgada hebra de duda se interponía entre su conducta cotidiana y cierta reticencia que emanaba de su persona: como una delgada malla imposible de explicar.[A1] 
Hombre taciturno y soñador, dejó Montevideo para buscar ocupación. Trabajó como oficinista y escribía por las noches cuentos y poemas. Al perder ese empleo se convirtió en vendedor de colecciones de libros a domicilio (por lo que sé, jamás vendió alguna). Luego encontró ocupación en una librería céntríca. En realidad, nunca me dijo en qué lugares precisos trabajó. Tampoco mencionaba a su familia. Eran sus conos de sombra, el eclipse que dejaba en tinieblas los lados más íntimos de su personalidad.
Pasaron algunos meses; Damián y yo hicimos buenas migas. Comentábamos temas de historia, literatura o hechos políticos y con frecuencia cenábamos en el Pipo o Bachín¹ . Eran los tiempos del cine Lorraine, los bares La Paz y El Foro, la facultad de Filosofía y Letras, la polémica ruso–china, el espejo fruncido de la revolución cubana y los grupos de izquierda que actuaron en las grandes tormentas del sesenta y el setenta.
Lector de MARCHA, admiraba las notas de Quijano y Ángel Rama. Pero Damián jamás se enzarzaba en discusiones que pudieran conducir a encontronazos irreparables; prefería quedarse silencioso, algo ido, como ausente. Tiempo después descubrí que esos silencios eran huidas de la realidad. En ciertas ocasiones parecía un hombre sin vida, las cuencas de sus ojos resaltaban oquedad, permanecía estático, como en estado de catalepsia. Luego se recuperaba, su rostro cobraba vida y daba la impresión de que regresaba de una larga travesía, o que trepaba desde un profundo precipicio. Nunca se me había ocurrido reflexionar sobre el carácter y la personalidad de Damián. En definitiva, Domínguez era un integrante más del personal.

Una tarde, antes de retirarse de la oficina, me comentó que se sentía sin fuerzas y angustiado. Fue un comentario impropio de su personalidad retraída.
–Necesitaría algunos días de licencia –agregó–, mañana me confírma si es posible.
–Lo voy a considerar, Damián… ¿Quiere venir a tomar un café a Sorocabana?
–Gracias, pero estoy apurado, me esperan. Déjelo para otro día. Chau.
Agarró su desvencijado portafolio y salió  de la oficina –se evaporó más bien–, pulcro y discreto como un duende. Al día siguiente, jueves 1o. de noviembre día de todos los Santos, Damián no apareció por la oficina. Tampoco el viernes. El lunes no se hizo presente en la redacción y eso ya nos preocupó. Llamé a la pensión en la que vivía y la dueña me dijo que Damián no había regresado desde la mañana del miércoles 31. Un desvanecimiento total y misterioso.
Después de un tiempo el asunto Damián pasó al archivo de sucesos extraños. Una personalidad como la suya no podría borrarse con liviandad cortesana. Retornaba de vez en cuando envuelta en un signo de interrogación y luego se disipaba, hasta que otro hecho fortuito rescataba su imagen. Pero con el tiempo fue empalideciéndose hasta quedar borrada.
Cuando me convencí de que no regresaría, decidí sacar sus pertenencias personales del escritorio haciéndole lugar al nuevo cronista. Había sido un día tranquilo y el último número de la revista se estaba distribuyendo. De lo que había allí me llamó la atención una carpeta: le eché una ojeada y hallé en su interior varios cuentos rubricados por Damián. Llamó mi atención uno de ellos titulado El Laberinto. Lo tomé y comencé a leerlo. No pude dejarlo: fue como introducirme en un mundo tétrico, disparatado y enfermizo. Finalicé la lectura y me quedé tamborileando sobre el escritorio. Era un cuento extraño, la alucinación desbordada de un beato cuyo fanatismo lo situaba en el umbral del absurdo. No sabía qué pensar aunque traté de atar algunos cabos, engarzar la personalidad del personaje con lo que sabía de Damián. Era como hilar muy fino y mi imaginación, bajo llave, no captaba esa dimensión tan abstrusa.

Retirado del periodismo, hace unos meses fui a escuchar una disertación sobre historia. Al salir de la sala vislumbré en la puerta de un bar a un tipo enjuto de maneras muy suaves, hablando con otra persona. No lo podía creer… me acerqué y le dije: «Perdone, ¿usted no es Damián Domínguez?» Contemplé los ojos ceniza del tipo y recordé a alguien cuya desaparición me intrigó durante años. El hombre quedó callado; apenas esbozó una sonrisa. Me sentí conmovido contemplando aquella sonrisa (un leve rictus, una línea combada parecida a una sonrisa de personaje de historieta). Ya no tuve dudas. Extendiéndole la mano le dije:
–Tantos años Damián, ¿qué le pasó, che? ¿por dónde anduvo?
–Perdóneme –susurró–,  usted me confunde con mi hermano. Mi nombre es Walter, Walter Domínguez: Damián y yo éramos gemelos.
–No sabía que tenía un hermano. Es asombroso: fíjese que hace por lo menos un cuarto de siglo que le perdí la pista a Damián y al verlo a usted parado en la puerta de este bar me pareció estar delante de una visión. ¿Qué se hizo de Damián? Nunca más supimos de él. Incluso su último sueldo quedó en la redacción. Mire, si tiene unos minutos lo invito a tomar un café. Venga, vamos a ese bar de la esquina.
Se despidió de su interlocutor. Cruzamos hacia el bar de Montevideo y Corrientes y pedimos dos cortados. Mientras esperábamos él encendió un cigarrillo; lo contemplé a través de la densa nube de humo. Un tipo muy envejecido. Las arrugas en la comisura de los ojos me hicieron recordar a Damián. Un detalle fugaz llamó mi atención: cierto resplandor difuso en la retina.
–Cuénteme por favor lo ocurrido con Damián le dije.
–Es una historia larga y muy compleja. Mi hermano era un muchacho culto, incluso escribió muy buenos cuentos y poemas en Montevideo. No teníamos buenas relaciones: Damián era talentoso y yo un fiasco muy grande, siempre resentido y envidioso. Envidiaba su capacidad para escribir y hacer amistades. También el éxito con las mujeres me provocaba rencor. Una noche –ya éramos muchachos grandes– lo vi leyendo la novela de Benedetti La Tregua y para mortificarlo le dije que era una basurita romántica. Damián no era capaz de alzar la voz pero esa vez lo vi empalidecer: «Andáte, Walter, ¡sos un hijo de puta!» me gritó. Damián se fue de casa. Vivía en una pensión de la calle San José y la Río Negro, en Montevideo, y de tanto en tanto visitaba a nuestra madre.
 Sonrió apenas e hizo una pausa. Ansioso, sorbió el cortado de un tirón, como desesperado. Sus ojos contemplaban a los peatones, escasos, que caminaban por Corrientes recorrida por la brisa de la medianoche. Entonces le dije:
–Perdóneme: ¿nunca se reconciliaron, o al menos llegaron a una especie de armisticio?
–Al tiempo me encontré con Damián en Buenos Aires. Le traje algunas cosas que le mandó nuestra madre y no volvimos a pelearnos. Para mí la cosa no fue tan sencilla. Usted sabrá que esas rencillas entre hermanos se fundan en nimiedades, celos, futilezas de la edad. El tiempo hace lo suyo, pero en mi caso había sobrevivido el rencor.
–¿También Damián tenía ese sentimiento?
–No lo sé, pero supongo que en Damián era más dolor que rencor. Mire, un día viajé para arreglar asuntos de la herencia. Yo quería vender la propiedad de mis padres pero Damián no estaba convencido y entonces discutimos. A la semana volví a Buenos Aires y lo cité en el Once. Yo había arribado esa mañana en el vapor de la carrera, pero Damián nunca llegó a la confitería La Perla: tuvo un accidente trágico… Fue a tomar el subte en la estación Piedras y cayó a las vías cuando entraba el tren. No tenía documentos encima y nadie lo reclamó. Eso ocurrió el 31 de octubre de 1974.
–¡Qué barbaridad, pobre muchacho! ¿Pero usted cuando se enteró?
–La misma tarde en que desapareció – me dijo con aquel hilo de voz y la languidez que parece ser una característica de los hermanos Domínguez. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para captar las últimas palabras.
–No lo entiendo, ¿y porqué no nos avisó?
–Fue imposible, créame –susurró con suavidad, casi con desgano –. Estuve preso.
Me sorprendió. No sabía cómo encararlo pero me animé:
–Disculpe que me entrometa en sus cosas, ¿qué le ocurrió, porqué estuvo preso?
El hermano de Damián, mirando hacia la calle, agregó:
– ¿Quiere saber porqué estuve preso? Damián no se cayó: fui yo el que lo empujó a las vías del tren. Hace unos días que recobré la libertad. Pasé en la cárcel veintisiete años. – murmuró con dulzura mientras esbozaba un leve rictus, una línea combada parecida a una sonrisa de personaje de historieta.
–¿Dónde está enterrado? –le pregunté confundido. No me respondió.
Atiné a decirle que lo lamentaba. Pagué la cuenta y salimos. Dejé a Walter Domínguez en la esquina de Rodríguez Peña y Corrientes. Mientras se perdía en la noche su modo de caminar me retrotrajo a la imagen del hermano, aquellos pasos suaves y módicos. El viento del río era fresco; eché a andar hacia el Obelisco. Tenía ganas de caminar por la Corrientes fantasmal mientras mi mente reelaboraba lo ocurrido. No podía dejar de pensar en la muerte de Damián y en la personalidad del hermano cuyas frustraciones, probaiblemente, lo llevaron al fraticidio.

Me eché sobre la cama, las manos detrás de la cabeza, el pucho colgando de los labios y la ceniza columpiándose, a punto de caer. Mi mujer dormía plácidamente, y yo reabría la historia de los hermanos Domínguez. La imaginé una parábola montevideana de Abel y Caín. Una idea maligna se me ocurrió, una idea para sobresaltar a viejitas que toman el té con masas en Las Violetas a las cinco de la tarde. Pero  el sueño me tumbó.
A la mañana siguiente fui a visitar a Félix, un amigo que trabaja en los archivos de LA NACIÓN. Le pedí que revisara las noticias policiales aparecidas en el mes de noviembre del año 1974. Nada: nadie caído entre las vías del subte A, ningún accidente en la estación Piedras, ningún Damián, ningún crimen, ningún uruguayo, ningún extraño. Nada.
Volví a mi casa y le conté a mi mujer el raro encuentro con el hermano de Damián, la historia que me narró y el resultado negativo de mi búsqueda. Contemplándome con malicia susurró: «Averiguá en el depósito de fiambres». No entendí donde estaba la gracia, pero le hice caso.
Llegué temprano a la morgue. Le mostré mi carné de periodista al empleado del archivo, un tipo alto de rostro pálido, piel agrietada y amarilla. Sólo el guiño involuntario de sus párpados me convenció de que pertenecía al mundo de los vivos. Le pedí que buscara en el libro de entradas los datos de cadáveres llevados a la morgue entre el 31 de octubre y los primeros días de noviembre de 1974. Revisó entre las páginas mustias y resecas de un bibliorato lleno de polvo y telas de araña, luego se encogió de hombros y me dijo: “Durante esos días no hubo ningún caso de NN recogido en las vías del subterráneo”. Exánime, el tipo alto de rostro pálido volvió a sus guiños involuntarios.      
Regresé a mi casa y le conté a Odina, mi mujer, el fracaso de esas averigüaciones: «Ninguna noticia en los diarios –le dije–, en la morgue no recibieron tipos caídos en las vías del subte: creo que voy a mandar todo el asunto al diablo». Con los ojos puestos en la jaula donde el canario efectuaba sus piruetas, me insinuó: « Dejá a los muertos en paz y buscá algo que tenga relación con los vivos…». Sus palabras fueron acompañadas de sugerencias concretas. Me parecieron razonables. Decidí que éste sería mi último intento. Escribí una nota, la fotocopié enviándola a diversos institutos de Buenos Aires y la periferia. Y me dispuse a esperar un milagro.
A las dos semanas llegó un sobre. Lo abrí con impaciencia y leí: «A su pedido se le informa que una persona de ese nombre está internada en este hospital desde hace veintiocho años y padece un tipo singular de esquizofrenia. Por sus reiterados períodos de agresividad fue recluido en un pabellón de internos peligrosos». La frase final decía: «En el último año fue autorizado a salir de este nosocomio los fines de semana por el término de setenta y dos horas. A pesar de su mejoría, al paciente Damián W. Domínguez no se le puede dar de alta.». Lo firmaba un tal doctor Alberto Inchauspe, director del Departamento de Psiquiatría del Hospital Borda 

                                                                                                    Andrés Aldao







Ester Mann


Las oscuras golondrinas 
                                             
Cuando empecé a llegar todos los días a la vieja Estación Central de Tel Aviv, me llamó la atención la fila de árabes en una de las plazoletas. Casi siempre me paraba enfrente, y mientras me tomaba un café, los observaba. Nunca había visto gente así: resignados, los ojos bajos y las manos caídas, sosteniendo un bolso o un abrigo. A veces llegaba justo cuando los estaban cacheando. Aunque mi familia procede de Marruecos y no tuvo relación con el Holocausto, a mis diecinueve años las asociaciones eran obvias.
En un extremo de la hilera de cuarenta o cincuenta personas siempre veía al mismo muchacho, más o menos de mi edad, tenía ojos claros y después de algunos días comprobé que él tambien me atisbaba. A diferencia de sus compañeros, él observaba todo a su alrededor y así captó mi mirada.
Una vez osé preguntarle al dueño del café quiénes eran y qué hacían esos hombres parados en la calle.
-Ah! Son arabitos! Esperan que los contratistas los vengan a buscar para el trabajo...
-¿Y por qué los cachean?
-¡Pero niña! ¿En qué mundo vivís? Pueden llevar armas o explosivos. Es por nuestra seguridad...
No le respondí. Pagué y continué mi camino hacia la Universidad.

“El mundo es un pañuelo”, dice mi abuela, y a las pocas semanas pude comprobarlo. Entre dos clases, en el recreo, mientras paseaba por los jardines de la Facultad, lo vi. Estaba trabajando en la empresa de jardinería. En forma natural, como si fuéramos viejos amigos me acerqué y empezamos a charlar.
A partir de ese día nuestra amistad se fue haciendo cada vez más profunda. Fuad no tenía nada que ver con la imagen del árabe que yo me había formado en mi casa y en la escuela. Era parecido a los marroquíes de los cuentos de mi abuela: orgulloso, ingenuo y apasionado. Le tomé cariño, como si fuera un pariente cercano. Pero guardé el secreto de nuestra amistad. No quería contaminarla con preguntas capciosas ni discutir con mis padres.
Fuad nunca estuvo en mi casa ni yo en la suya. Pero ese día todo iba a cambiar. Ese día, vestida como siempre, vaqueros y remera de algodón, con un vestido largo en el bolso, viajaba en el colectivo con destino a Ariel. Allí me esperaría Fuad para llevarme a su pueblo.
¿Por qué estaba dando este paso? ¿Qué necesidad tenía de arriesgarme a visitar un pueblo palestino en un territorio ocupado por mis compatriotas? ¿Qué sabía yo del odio que sentían los amigos y parientes de Fuad, y tal vez, Fuad mismo?
No tenía una respuesta clara para esas preguntas. Creo que a la inversa de lo que creyó la gente y de lo que publicaron los diarios, era por orgullo patriótico que me exponía: quería demostrarle a Fuad y a toda su parentela que no todos los israelíes éramos ciegos y sordos. Que no todos éramos sanguinarios y vengativos, como nos consideraban ellos.
Que si los políticos de ambos bandos nos daban una oportunidad, viviríamos en paz  trabajando codo a codo.
¿Cómo podía saber que habría un allanamiento?¿Cómo adivinar que Fuad era jefe de un grupo de lucha clandestino y que encontrarían documentos en su casa? Cómo presentir que el ejército me detendría y me iniciaría un proceso?
Hoy, despues de dos años de cárcel, cuando salí a la calle recibí, una vez más, los escupitajos de la gente y sus insultos. Para la mayoría soy una traidora y merecería un castigo mayor.
Pero hay otros, siempre demasiado pocos, que sí nos atrevemos: somos como golondrinas solitarias perdidas en un largo invierno...
Algún día llegará el verano y la calidez del sol nos rodeará, la brisa nos acunará y cubriremos la tierra y el mar con nuestras alas. Amén.

                                                                                  Ester Mann




Carmen Passano

 La tormenta

Las melenas lacias y despeinadas de las palmeras, se agitaban anunciando la tormenta. La playa desierta, en esa noche sin luna y sin estrellas, le parecía a Aminis, un interminable pozo hundiéndose en las tinieblas.
No, no podía dormir, todo volvía a su memoria haciéndole recordar el caos en que se había convertido su vida. Al viejo marino esa noche, la mezcla de alcohol y la falta de sueño, le hacían imaginar que miles de ojos lo miraban desde el fondo de ese mar, donde había barcos hundidos, monstruos rugientes y todo un mundo que su afiebrada imaginación creaba noche tras noche.

Había llegado a las costas de Estados Unidos, con un barco de carga, cuando era muy joven, desde su Grecia natal, hizo un curso de Capitán empleándose en compañías de turismo, se sentía feliz y adopto ese país como suyo. Entre viaje y viaje, paso algunos años, disfrutando con libertad de su juventud, y de amoríos pasajeros.
Fue en aquel viaje, donde una veintena de veraneantes, querían pasar el fin de semana en aquellas islas tropicales, cuando de pronto se encontró frente a una fuerte tormenta.
Con osadía, ignoro las recomendaciones que se transmitían por la radio y se empeño en llegar como fuera, confiando en su experiencia y bríos juveniles No pudo dominar el velero, que como un barquito de papel se dio vuelta. Sintió un fuerte golpe en todo su cuerpo y no recordó nada más.
Al amanecer el canto de los pájaros en esa pequeña isla le llegaba lejano, como desde un túnel, donde el eco le repercutía en la cabeza. Poco a poco recordó… El temporal… Solo recordaba los gritos de esa pobre gente, que él arriesgo en un acto de soberbia.
La corte de las leyes marinas lo declararon culpable, le retiraron la licencia de Capitán, y desde entonces, todo fue un caos en su vida, esa vida que ya no tenia sentido.
Estuvo un tiempo perdido, vagando por los puertos, buscando trabajo de cualquier cosa. Y termino comprando y vendiendo partes de barcos viejos que muchos coleccionaban, y así reconstruyo su vida. Alquilo un cuarto en la playa, dedicando su tiempo libre en mirar su mar, fumando su pipa y bebiendo por las noches, cuando no podía dormir
Se sentía atado a cadenas que no podía romper, un gran rencor hacia ese país llamado de la libertad, rencor nacido de sus frustraciones, le hizo encerrarse en si mismo y en el alcohol.
Añoraba a su país, a su pueblo como un sueño lejano que ya no podía ser, ni el era el mismo que se fue, ni la gente que se recuerda es igual.
Miami la capital del mundo soñada, anhelada, era para Aminis un lugar igual a cualquiera.

Amira era una joven mejicana bellísima, de piel trigueña, su larga y renegrida cabellera, hacia resaltar como en un marco a un rostro perfecto. Sus ojos oscuros y brillantes, miraban con la bravura de la raza de su tierra. A los quince años decidió que se iría a Holliwood, despreciando esa fiestita de las niñas tontas, decidida a ser actriz, segura de su talento y belleza.
La bella mejicanita, se escapo una noche de la finca de sus padres, ayudada por un joven que se ofreció en pasarla por la frontera, presentándola a un personaje que se dedicaba a descubrir talentos para el cine. Así la pobre Amira, se encontró abandonada a su suerte, en un país desconocido. Sin embargo la suerte no l a abandono, una buena mujer le dio protección. y un cuarto a cambio del cuidado de sus hijos. La orgullosa muchacha, no quería volver a su casa y a su país por temor y vergüenza. Los días transcurrían tristes y aburridos y sus sueños de gloria parecían muy lejanos.
Finalmente, se las ingenio para llegar a la ciudad de sus sueños, nada le fue fácil, solamente encontró discriminación y desencantos, algunos papelitos de extra, teniendo que adaptarse finalmente a los trabajos de limpieza o cuidado de niños cualquier cosa menos perder sus principios y su orgullo.
Al poco tiempo se caso con un buen hombre mayor por los papeles, una modesta pero confortable casa, pero falto el amor, ese amor apasionado y romántico, que algún día tendría que sentir. En un accidente, dos años más tarde perdió a su marido. Destruida, sintiendo el fracaso y la angustia de la soledad, decidió volver a Méjico. Tomo un avión a Miami para pasar unos días en la playa para darse el coraje que necesitaba para volver…

Esa madrugada Aminis un poco más sobrio, pensaba que había perdido su lugar en la vida, transformándose en un paria del destino, imaginando enemigos ocultos, confabulados para que los hombres pierdan la felicidad, cuando se alejan del lugar donde nacieron. Miro, sus tesoros, chatarra acumulada en tantos años y decidió volver a ser libre y sin culpas.
El hombre no debe tener ataduras, - pensó –caminando por la playa y mirando el mar que entre la niebla, salía airoso de la tormenta.
Un reflejo de sol rojizo, se mecía entre las olas acunando un nuevo día. Prendió un cigarro, y fue arrojando uno a uno, todos sus tesoros, donde tantas cosas materiales se unían con anhelos, esperanzas y recuerdos. Cuando termino se sentó en la arena mirando ir y venir, su tiempo, su vida
Amira miraba extrañada a ese hombre con estampa de Dios griego, su corazón empezó a latir, y se sintió atraída por el desconocido, tal vez fuera su soledad; pero esa tarde tendría el vuelo a su patria y una sensación de desgano y de irrealidad, le hacían imaginar que ese desconocido la tomaría de la mano y le pediría que se quede con el.
Aminis, la vio morena, bella caminando lentamente hacia el, pensó que le hubiera gustado enamorarse de una mujer así, y terminar con su soledad.. Se imagino tomándola de la mano y sin palabras caminar, por la playa junto a ella.
Amira se acercaba, en sus cabellos morenos, el sol se reflejaba en las gotas de rocío. Se detuvo un instante, ya había cometido muchas locuras en su vida, se acordó del vuelo de esa tarde y siguió de largo.
Aminis quiso seguirla. Que podría ofrecerle el a una mujer?
 Además ya había decidido volver a Grecia; eran una locura esos pensamientos descabellados
Amira se dio vuelta, dudo, pensó en volver sobre sus pasos, pero el seguía su camino, se alejaba… Miro su reloj, ya era tarde. Lentamente el agua del mar borro sus huellas…
La tormenta estaba lejos. Sobre la playa desierta hacia unas horas, los turistas volvían con sus colores, sus risas, sus ilusiones.

carmen passano

Carlos Arturo Trinelli

       
                           
 SUCESOS ARGENTINOS

 Después: Había terminado de entregar el sobre en un piso quince de un edificio en Puerto Madero. Estaba cansado. Cansado bajo el calor de un cielo mezquino de enero. Cansado por la edad. Cansado por el tiempo transcurrido en mis juegos en las ligas menores de la vida. La propina había sido generosa por lo que supuse que el sobre era importante para el destinatario.
     Entré en uno de esos restaurantes exclusivos de la zona. El aire acondicionado justificó el saco que llevaba puesto. Un mozo se acercó hacia mí y me sugirió dónde ubicarme. En la mirada reconocí el resentimiento del lacayo obligado a atender a un par. 

Un tiempo atrás: Lo inesperado suele presentarse en distintas formas. En mi caso adoptó la forma, primero de un patovica inflado con  anabólicos que se aproximó de manera distraída hacia mí. Ejercí la atávica intuición e intenté regresar sobre la sombra de mis huellas. Una segunda forma inesperada, igual a la primera, se interpuso en mi regreso como un muro salido de la nada. De pronto estuve entre los dos gigantes que, con educación, debo reconocerlo, me persuadieron en aceptar su compañía. Supe que estaba en el horno.

Un tiempo más atrás: Mi idea es intentar describir los efectos de los hechos más que estos pero para ello es necesario un talento que no poseo.
     Conocí a Ismael cuando era un pillo de cuarta. Así y todo era más pillo que yo que había perdido el tiempo en pertenecer, a qué, al sistema devorador de singularidades. Ínfulas de clase media, estudiar, trabajar, ascender, casarse, tener hijos y transmitirles las ínfulas. Así se podría acceder a la felicidad que el sistema nos tiene asignada, sexo aburrido pero seguro, vacaciones, un auto, tal vez un crédito hipotecario, un perro de raza y la rueda del samsara capitalista en giro permanente. Una especie de Moebius que en mi caso se hizo asintótico al eje de las y. En ello tuvo que ver Ismael y su hermano Isaías torturado y asesinado por la dictadura cívico-militar. No por temas políticos sino por mandarlos al carajo cuando cartoneaba en la zona de Munro con un Rastrojero desvencijado.
     Me encantaban los métodos de Ismael para hacer dinero. Mezclaba naranjas amargas con las comestibles y las vendía en la ruta a Luján. Retiraba tomates maduros del mercado de Béccar antes que los destruyeran con agua a presión y los vendía por los barrios suburbanos para que las mujeres hicieran salsa. De igual manera coreaba huevos pasados en oferta. Hasta que comenzó con las apuestas. Allí entré yo en mi constante búsqueda de un atajo. La diferencia entre él y yo fue que él siempre supo que se dirigía a la cima. En tanto yo, solo esperaba pertenecer. En pocas palabras escolacié mi oportunidad. Tanto lo hice que pasé de socio a empleado de Ismael. También destruí el ideal de la familia tipo y los componentes me dejaron solo hasta el perro debí resignar como si fuera el protagonista de un tango.

En el medio entre el atrás y el más atrás: La habilidad de Ismael para percibir los matices del mundo me convenció para seguir mi descenso en otro sitio. Un sitio chino con chinos que ríen, fuman, beben, apuestan igual pero en chino. Enseguida observé que son valientes, a diferencia de nosotros no le tienen miedo a lo distinto. Mi tarea consistió en hacer relaciones públicas, no con los chinos sino con los occidentales que se acercaban en búsqueda de mujeres exóticas y juegos nuevos. Me resultó sencillo hacer una moneda extra con el choque de culturas. Claro que sucedió lo previsible cuando se dieron cuenta alargaron más sus ojos, se colgaron sus sonrisas milenarias y me pidieron un diezmo. En poco tiempo les pasé a deber una suma interesante que se resolvió a doble o nada en un enfrentamiento de póker abierto con el crédito del lugar, un nervudo joven entrenado en las grandes ligas del mano a mano. No sé si amerita narrar los detalles de la partida pactada a la mejor de cinco. Todas mis tácticas fracasaron. Un chino jugador solo puede ser derrotado con una extraordinaria liga caso contrario, a igualdad de condiciones azarosas, uno está condenado.
     Una vez más Ismael fue el padre del fracaso. Saldó mi deuda. Los chinos contentos me obsequiaron una mujer que por cortesía acepté con el desgano o depresión de la esquiva victoria.
     Volví con Ismael. Él, atado a sus códigos, guardaba por mí la lealtad y el agradecimiento por el recuerdo de aquellos tiempos en que yo era una promesa y le había hecho favores y ayudado con algún vuelto. Prefirió no arriesgar y me asignó tareas menores, supervisar los televisores siempre encendidos, asistir a los jóvenes especialistas en el manejo de las computadoras y por sobre todo alertó que no me aceptaran apuestas. Comencé entonces a gestar el un tiempo atrás, contacté a un conocido que trabajaba con un competidor de Ismael y derivé mis apuestas hacia allí.
     Aquí las cosas eran distintas, las apuestas se cruzaban con negocios más vastos, usura, empeño, autos mellizos, frula, mujeres. El dueño, Manolito Sepúlveda, tenía bien ganada la fama de viejo garca. Como era de prever, en poco tiempo quedé pegado.

De nuevo un tiempo atrás: Una apuesta en los bordes de lo imposible propició la visita de los pecetos escoltados por el propio Manolito en persona.
     Subimos en el ascensor. Mi posición entre los dos grandotes era la de una sardina colocada en el medio de la lata. Al menos todavía conservaba la cabeza. Manolito me daba la espalda y portaba un maletín. Descendimos en el piso séptimo en donde moraba desde mi separación. Un departamento, cuando no, prestado por Ismael, dios pagano por el que había sido abandonado por mi propia decisión.
     El viejo Manolito Sepúlveda argumentó que viviríamos juntos mi última apuesta con el énfasis puesto en la palabra última. Yo le respondí que, por el contrario, podía ser el principio de algo importante. Seguro debe haber sonreído porque observe el temblor en sus hombros y sostuvo que, andando el carro se acomodan los melones.
     En el departamento y como si fueran los anfitriones, me invitaron a sentar en el sillón de dos cuerpos en medio de los gorilas. Manolito lo hizo en una silla frente a nosotros. En el medio el televisor donde se proyectaría mi futuro. Incierto como todo futuro reconocía dos variantes inmediatas, una, ganar la apuesta, dos, volar desde el balcón del séptimo piso a la eternidad, Eso sí, para que el vuelo tuviera más poética Manolito tuvo la delicadeza de abrir el maletín que lo acompañaba y colocar sobre la mesa una botella de Johnny el caminador (etiqueta roja, la común, eso le restó puntos para un último vuelo).
     La pantalla del televisor proyectaría mi destino. Los destinos son azarosos y el mío más.
     Los equipos salieron a la cancha. Lo hicieron juntos al estilo europeo de una final. Messi caminaba paralelo a Di María y parecían chancear entre ellos. Ronaldo, afectado como siempre, se parecía mucho al muñeco de la Play Station 3. Manolito no veía las imágenes. Le sugerí abrir la botella y él le hizo un gesto a uno de los patovas para que lo haga y le arrojó una bolsa con las píldoras que harían de mi vuelo un viaje en sí mismo. Me atreví a decirle que no gastara a cuenta y me dio la razón con una risa franca de ballena austral.
     La apuesta era la siguiente: doble contra la deuda a que el primer tiempo concluía cero a cero, empatado en cero, todo lo que daba a que el Barsa ganaba el segundo tiempo tres a cero. Sucede que no se puede ser mezquino con los sueños o, lo que en el romancero de las apuestas se llama guita o mierda.
     Comenzó el partido. Me resultó simpático que los grandotes manifestaran su adrenalina en gotas de sudor que pegoteaban mis brazos comprimidos entre los de  ellos. Cada vez que sugería beber acercaban la botella a mis labios y unos tragos desparejos quemaban mi garganta. Manolito despreocupado hojeaba una revista porno de la que solo alzaba la vista cuando el relator hacia lo propio con la voz.
     Pensamientos nimios se agolparon en mi cerebro. Ocultos en el recuerdo me ayudaban a evadirme. Los zapatos heredados de mi primo Alberto y las ampollas que condecoraron mis pies. Las plumas de tinta marca Iridinois incrustadas en los mangos de madera con las que escribía en la escuela primaria. El engaño de Ginebra con Lancelot que ornamentó la testa de Arturo. Las églogas de Virgilio. La mala suerte de Ratzo Rizzo. Margarita Porete quemada por beguina…y llegó el fin del primer tiempo ¡empatados en cero! Manolito en otra muestra de delicadeza me aplaudió y los gorilas me sonrieron y tuve ánimo para decir con un cuarto de caminador en sangre, aguarden, lo mejor está por venir.
     Utilicé el entre tiempo para posicionarme. El hombre de mi derecha tenía un arete en la oreja izquierda. Si se lo arrancaba en un arrebato podría hacerme con la botella y partírsela en la cabeza al otro. Con la botella rota podría cortarle el pescuezo al del arito y después, sería fácil hacerle comer los mocos al viejo Manolito. Entonces sí, con todo solucionado pediría una pequeña ayuda a Ismael. Un plan desesperado antes de volar desde el séptimo piso con el único destino de reventar contra el piso pero comenzó el segundo tiempo.
     A los dos minutos, minuto 47 de juego para la televisión española, Iniesta coronó una asistencia de Messi después de una jugada en la que participaron varios jugadores. Los guardianes gritaron el gol, Manolito no se inmuto entretenido en colocar la revista en diferentes posiciones ante su vista. El Barcelona lejos de pararse de contra siguió yendo como si perdiera el partido. El Real dependía en un todo o nada en la lucidez y velocidad de Ronaldo. Tuve la sensación de que iba a sobrevivir y dejé de pedir tragos.
Ronaldo estrelló un disparo en el travesaño y el gorila del arete me ofreció beber. Negué con la cabeza. A los 75 minutos una gran jugada de Messi que desde fuera del área grande cambió por gol. Me hallaba a un paso de la hazaña. A quince minutos de aprender a volar o a seguir caminando por la vida. Hasta Manolito abandonó la revista y se integró a la hinchada. En el minuto 91 mi suerte estaba echada y mi vuelo tenía hora de despegue. En el minuto 93 penal para el Barsa. El árbitro señaló que luego de la ejecución terminaba el partido. Messi se paró frente a la pelota, no podría tomar el rebote, pateaba y concluía el partido. Los gorilas se inclinaron hacia delante, yo quedé pegado en el respaldo del sillón. Manolito se incorporó de la silla que había mudado frente al televisor. El Mesías no tomó carrera, no me gustó que se parara de manera anunciada para disparar con su pierna izquierda. La quiso picar, darle efecto, no tenía nada que perder. El arquero tampoco, no se movió, apenas dio un rebote corto pero el partido había terminado, el Barsa festejaba como si el penal no hubiera existido. Los jugadores del Real se juntaron en el centro del campo con los brazos en jarra y las miradas acuosas. Manolito se adelantó y apagó el televisor. Mis custodios volvieron a su posición. El del aro me ofreció la botella, acepté, mis planes violentos quedaron en el olvido. Atiné a pedir un paracaídas. Manolito me señaló la bolsa con píldoras. Negué con la cabeza.. Los patovas me alzaron de los brazos. Salimos al balcón. La claridad del día se agrisaba entre los muros de los edificios lindantes. La pista de aterrizaje yacía más oscura allí abajo. Cerré los ojos. Sonó un celular. Interpreté que todo estaba en orden para despegar.
Sí está a punto de volar, diría que carreteando (silencio) ¿Te parece? Y yo, qué gano (silencio más prolongado) Entre nosotros no hace falta firmar nada (silencio). Quedate tranquilo yo le explico, saludos a la familia, un abrazo, chau.
     Era Dios, abortó el vuelo, dijo Manolito. Los hombres me soltaron y volvimos a entrar. Traete unos vasos y hielo, ordenó Manolito. Fui y volví, Manolito sirvió cuatro raciones generosas que acabaron con Johny y sus caminatas del día. A continuación firmamos un contrato oral que implicaba mi cambio de iglesia. Ismael pagaría mi deuda en un año, en ese año trabajaría con un salario mínimo para Manolito, vencido el año sería libre pero debía abandonar el departamento. En ese año el vuelo estaría siempre  vigente y se activaría con el más mínimo intento de mi parte en acercarme a Ismael. Por supuesto que acepté todas las condiciones incluso la de presentarme al día siguiente en la oficina de Manolito listo para comenzar el servicio de entrega a domicilio de lo que fuera. Una nueva vida alumbraba mi destino sin alas. Se fueron, nos dimos la mano y el del arete se animó a abrazarme. Junté los restos de sus vasos en el mío y me puse a hojear la revista que había olvidado mi nuevo patrón.

De nuevo después: La mujer estaba sentada frente a mí y también, como yo, estaba sola. Algo en ella me atrajo de inmediato. Era una mujer madura vestida de modo casual. Un pañuelo de seda sobre la frente sostenía la nuca con un nudo y dejaba entrever los cabellos de un rubio ceniciento. La nariz recta y prolongada confería a su rostro cierta distinción. La miré sin disimulo y supe entonces de quién se trataba. Me incorporé de mi silla y me acerqué hasta estar frente a ella. Alzó la vista del menú y fijó en mí sus ojos acerados de panzer al decir de Silvia Plath, and, dijo con la  ironía de su adquirida flema inglesa. Mrs.Ilyena, can I sit with you?
     Quedó entre sorprendida y halagada de que conociera su verdadero nombre, yes, of course.
     Me senté y ella agregó, please, speak in Spanish I want to learn. Ilyena Vasilievna Mironova, me enamoré de usted en la década del setenta cuando la conocí en esa foto en blanco y negro. ¿Cuál foto? Preguntó con una sonrisa y alargando las o que sonaron casi como una u. Una en la que usted mira la cámara con los brazos cruzados sobre los senos (tits) y las manos aferradas a los hombros (shoulders). Was I nacked? ¿Desnuda? Agregó en castellano. Sí, con la mirada algo junta (dije bizca) y un viento de frente que le hacía flamear el cabello lacio y largo. Sonrió con la cabeza hacia atrás y dijo, I was young. Young and beautiful, agregué y seguí en castellano, yo también era joven y quedé enamorado para siempre reafirmando en cada película mi amor y hasta morí y resucité de amor con Las chicas del calendario en 2003. Oh, yes de Chris Harper”s film but yo ya era Helen, concluyó en un dificultoso castellano. Helen Mirrer, mi Helen con la que reí y lloré y amé en el cine.
     Continuamos narrando nuestras vidas hasta el día anterior. Nos fuimos por la puerta que daba al río. Nos tomamos de la mano y caminamos balanceando los brazos. La cámara comenzó a alejarse hasta que fuimos una pareja más entre otras.
FUNDIDO A NEGRO Y EL RUIDO DE UN CUERPO QUE SE ESTRELLA CONTRA EL PAVIMENTO. FIN

     Todo esto alcancé a pensar en los tres segundos y medio (considerando mis 71 kilos., los 33 metros que me separaban del piso y la resistencia del aire, es decir sin vacío, la gravedad de 9.8 metros por segundo y mi caída con los brazos extendidos que demoró mi aterrizaje).
                                                                                                       


Carlos Arturo Trinelli