miércoles, 4 de junio de 2014

Ana Ojeda


 

Modos de asedio (fragmento de la novela del mismo título)

De pronto vino la primavera y florecí como un naranjo. Él era italiano y había viajado a Buenos Aires en busca de bibliografía para escribir su tesis de doctoradosobre lo grotesco en  Los siete locos. Nos conocimos en el Instituto de Literatura Argentina Rick Red, ubicado en el primer piso del alguna vez magnífico edificio de la UBA que hoy domina la esquina de 25 de Mayo y Perón, y se dedica a asombrar a peatones y peatonas con su interminable capacidad para venirse abajo cada día un poco más.
Yo acababa de cumplir 24 años y había terminado de cursar la carrera de Letras el año anterior. Era habitué de la biblioteca de 25 de Mayo porque vivía con mi hermana en un PH que ostentaba en su curriculum vitae la borla inigualable de haber sido, durante los primeros años del siglo XX, la imprenta El Invencible. En ella, la movida cultural de los veinte había entrado como agitación y había salido hecha libro. A pesar de mi orgullo ciudadano y de un esfuerzo de concentración mental considerable (“Qué frío bárbaro hace”, etc.), la ex imprenta era más oscura que nido de carancho, patria de polillas, arañas y mosquitos con un ansia de sangre digna de mayores dimensiones. La humedad, un goterón en mitad del comedor y la poca ventilación de los ambientes, sumados a –literalmente– toneladas de polvo con una voluntad de aquerenciamiento pocas veces vista, pronto incidieron en mi talante, dado a ciertas veleidades claustrofóbicas heredadas de mi padre. Así, sin nada mejor que hacer que escribir las monografías que me faltaban para recibirme de licenciada en Letras, sentía más mío el Instituto de Literatura Argentina que el PH al que volvía a regañadientes por las noches, ubicado del lado de acá (sur) de Entre Ríos, en la frontera entre San Cristóbal y Constitución. Este último, barrio desconocido, tierra del Otro, ponía a mi madre particularmente nerviosa debido a que, cada vez que venía de visita, se cruzaba en Solís con “hordas de travestis” que exhibían sus implantes mamarios con una despreocupación tal que hacía que su primer comentario, luego del “Hola, ¿cómo están?” de rigor, fuera siempre: “Lindo barrio el que eligieron para mudarse, che”.
La mañana en que esta historia da comienzo, el invierno, encariñado con Buenos Aires, vendía cara su retirada y, a pesar de que septiembre ya había desgranado su primera semana, la temperatura se resistía a subir por encima de los diez grados. Una mañana invernal, entonces, salí a la calle a eso de las ocho y media, recién bañada, con la cara llena de sueño, pero feliz de que el sol no se cansara de visitarnos. Observé durante un momento el movimiento cocheril y humano de la frontera sancristobalense y luego, con ganas de caminar, tomé por Entre Ríos hacia el Congreso. Tardé alrededor de media hora en llegar hasta Corrientes y Callao, y luego otra media hora más para llegar al Bajo, tomar por 25 de Mayo, retroceder tres cuadras hasta Perón, entrar en el edificio de la UBA y detenerme un momento en el bar de la planta baja, ¿qué tal?, ¿cómo andás?, todo bien, por suerte, ¿y vos? y, acá, laburando, ¿una Lágrima?, mediana, por favor. Tiempo justo para hojear el  Clarín por arriba, entendimiento con el FMI, según el Gobierno el organismo cedió, y salir con el vaso de telgopor y la leche con café humeando en la mano hacia el primer piso, la mirada ausente y una sola pregunta acaparando la capacidad procesadora de mi cerebro: ¿cómo demostrar que “La Refalosa”, de Ascasubi, transforma la risa (o el humor) en denuncia inapelable? Es decir, ¿cómo probar que en ella hay una intención cierta de apelar a la risa? ¿Cómo saber si “La Refalosa” hace reír (o sonreír) a todo el mundo, y no sólo a mí, gustadora de retruécanos y calembours, diamantes que eran antes de amantes de tu mujer?
Al llegar al primer piso, medio centenar de escalones por sobre la planta baja, me crucé con Patricia, la ayudante de la bibliotecaria de la mañana, que bajaba a buscar algo para desayunar, ¿qué tal?, todo bien, ¿vos?, bien, gracias. Me detuve un momento delante de uno de los espejos ubicados sobre los bancos de madera que enmarcan el hall, presidido por una estufa resabio del ex hotel para gente riquísima, actualmente decrépito conjunto de aulas contrahechas, hogar de personas con inquietudes idiomáticas (Inglés – Francés – Alemán – Portugués – Japonés – Español para Extranjeros, Consultas en Secretaría, de 09:00 a 21:00) y de bibliotecas especializadas que responden al rutilante nombre de “institutos”: Instituto de Literatura Argentina, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Instituto de Filología y así.
Esa mañana me había atado el pelo en una cola alta, raya al medio, gomita negra. Mi cara, tal vez algo más alargada, seguía siendo la de la nena que reventaba de orgullo porque se consideraba la lectora más joven del mundo de  Los versos satánicos. Los mismos ojos marrones de siempre, las mismas pecas –tan conocidas que sólo las advertía cuando alguien me preguntaba si siempre las había tenido–, los labios gruesos, dadivosos, que yo consideraba el punto fuerte de mi anatomía, mi arma de seducción, ni aritos, ni pintura de ningún tipo, tal vez un poco de ojeras (en Entre Ríos, cada vez que caía desmayada en la cama me convertía en presa fácil de mosquitos-Ptedirolácticos, los verdaderos dueños de la casa). Rostro, en fin, de una joven con una notable capacidad para autoentretenerse y sin problemas existenciales de importancia, a no ser la inexplicable falta de interés que le provocaba el sexo opuesto.
Le di un sorbo a la Lágrima, comprobé que, en efecto, tres sacarinas eran mi medida de dulcificación justa y doblé a mano izquierda para entrar en un segundo hall más íntimo y con piso de madera, a cuya derecha se encontraba la puerta de doble hoja gris, entrada del Instituto de Literatura Argentina Richard Rot.
Como el punto arroz o la receta del budín de pan, el porqué –en veinticuatro años– nunca nadie me había llamado la atención lo suficiente como para que yo considerara una desgracia el que no me invitara (el muy bastardo) ni siquiera a tomar un café, me resultaba incomprensible, por un lado, y fascinante, por el otro. La exacerbación de mi constitución naturalmente solitaria, unida al placer que me producía la lectura, cuyos picos orgásmicos se producían cuando descubría libros como los de Bukowski, por ejemplo, o los de Boris Vian, Vlady Kociancich, Machado de Assis o Di Benedetto, Marechal, Cortázar, Luis Rafael Sánchez, o Músicos y relojeros, de Alicia Steimberg, El loro de Flaubert, de Julian Barnes, la biografía de Balzac escrita por Stephan Zweig o la del portentoso Lope de Vega, de Luis Astrana Marin, volvieron posible y hasta lógico que atravesara los años de mi adolescencia y juventud en una soledad sólo interrumpida por la compañía de mis hermanos, tipos y tipas que saben.
Franqueé la puerta del instituto (abierto de lunes a viernes de 08:00 a 12:30 y de 14:30 a 19:00) evaluando la posibilidad de, en algún momento, sustituir la Lágrima por un café con leche, más grande y efectivo en la lucha contra la terquedad de mis párpados, pesados como persianas de hierro cuando se les colaba la luz del sol antes de las diez y media de la mañana. En la mesa de madera oscura y usada que, a esa altura, yo ya consideraba mía, vi (cosa rara a esa hora) a un muchacho morocho, barba corta pero evidentemente briosa, anteojos colorados enmarcando un par de ojos almendrados de una dulzura llamativa, las pestañas más largas que había visto en mi vida, camiseta roja, Io non ho votato Berlusconi, saco de hilo rojo, bolso de tela verde deslavado, cigarrillos L&M light, encendedor amarillo con una estrellita roja en el medio. Con la naturalidad de los que se saben dueños de casa, saludé aldesconocido y a Marta, la bibliotecaria, verdadero ficheroviviente del instituto, y me senté donde me sentaba todos los días, es decir, frente al muchacho, justo delante del fichero temático. Mientras sacaba de mi mochila cuadernos, biromes, libros y fotocopias varias y me aprestaba a comenzar mi día de trabajo, noté que Marta tenía algunas dificultades para reconstruir el camino del 126, colectivo que, partiendo de Retiro, llegaba a la esquina de Puán y Pedro Goyena, actual domicilio de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Dado que el 126 era el colectivo que tomaba yo todos los días para ir y volver cuando todavía vivía en casa de mis padres y que, por esta razón, sabía su recorrido de memoria, llené con facilidad los huecos de la reconstrucción de Marta, feliz de resultar de utilidad y de saber algo tan notablemente bien. El muchacho, algo mareado, según me pareció, me agradeció las informaciones en un castellano que, comprendí enseguida, no era porteño.
Por ese entonces, con el dólar a tres pesos, no era extraño toparse con estudiantes europeos y yanquis venidos a Buenos Aires en una suerte de viaje antropológico hacia la semilla, el desorden primitivo y abigarrado, la cara escondida y fecunda de la miseria tercermundista, de manera que –un poco rencorosa, lo confieso– le contesté de nada con una sonrisa pura urbanidad y me zambullí en lo mío: al fin y al cabo, Ascasubi, ¿qué corno se proponía con “La Refalosa”?
El problema de leer gauchesca hoy es que se trata de una literatura con exigencias. A diferencia de Una excursión a los indios ranqueles, por ejemplo, que –como diría Cortázar– le basta con que uno se mansillice en el momento de la lectura y se acabó, para acercarse a Ascasubi, a Hidalgo, a Del Campo hay que disponer de cierto capital simbólico en forma de, por un lado, vocabulario, y por el otro, historia. Yo, que carecía de ambos, contaba, sin embargo, con una terquedad considerable, que funcionaba de la siguiente manera:

DIÁLOGO GAUCHI-QUEJOSO:

YO

¿Cómo anda, aparcero?
Ayer terminé el Paulino Lucero
y, ¡aijuna!, no me gustó nada.
Le parecerá fulero,
pero castigué el libro entero
con una tremenda patada.

MI EMPECINAMIENTO
Aguantesé, nomás, compañero,
y en lugar de otro gesto grosero,
sientesé, vuelva al libro
e intenteló de nuevo.

Ameno, el sistema, no era, pero al cabo de un par de meses, y luego de haber transitado alguna que otra cosita sobre Rosas, unitarios y federales, Caseros, Pavón, Sarmiento, Oribe, el sitio a Montevideo, el conde de Lautrémont y demás, la  Ida del Martín Fierro me resultaba incluso divertida. Seguía, sin embargo, con la dificultad del vocabulario, que por arcaico o deformado me resultaba imposible encontrar en los inadecuados diccionarios que tenía al alcance de la mano, el Pequeño Larousse Ilustrado y el de la Real Academia. Fue entonces cuando la bondad de Marta detectó mis bufidos de frustración y, munida de su sapiencia infinita, me alcanzó la edición del Martín Fierro anotada por Tiscornia que, si bien resultaba algo incómoda por sus dimensiones monumentales, contaba, al final, con un vocabulario que me solucionó la vida. Así, cada mañana, al llegar al instituto, lo primero que hacía era sacar el mamotreto de Tiscornia del estante y ubicarlo frente a mí en la mesa destinada a estudiantes o investigadores (cuatro lugares con posibilidad de agregar una silla más), abrirlo en la sección “Vocabulario” y salir en busca de Marta para importunarla con mis ganas de charlar de cualquier cosa, a esa hora, en un día de trabajo como cualquier otro.
Esa mañana de septiembre, ya se dieron cuenta, al encontrar a Marta hablando con los ojos almendrados, me olvidé de ir a buscar a Tiscornia. Más bien, me limité a tomar asiento y me enfrasqué en la lectura solitaria de Ascasubi hasta que me topé con el vocablo “pangaré”. ¿Qué era un pangaré? Por el contexto, se trataba de un tipo particular de caballo, eso era evidente. No olvidemos que existe la palabra pingo, de fonética similar, todavía funcional gracias a la popular frase “En la cancha se ven los pingos”. Pero, ¿de qué tipo de equino se trataba? Mordisquéandome las uñas, levanté la mirada y la dejé vagar sin propósito por la habitación. Cada cierto tiempo veía cómo el dedo índice del muchacho sentado frente a mí devolvía los anteojos, que se habían deslizado hacia abajo por su nariz, a su lugar primigenio de manera automática. Algo en él me llamaba la atención. Era como si pudiera sentir su apacibilidad, una tranquilidad interior que atraía a mi neurotiquez, consecuencia de que me encontraba en las postrimerías de mi carrera –a un paso que parecía no terminar nunca– y de que estaba viviendo en un lugar que no soportaba. Había algo en ese muchacho que le hablaba a mi cuerpo y le decía: “Soy un remanso de paz”.
Me encontraba en medio de estas importantes consideraciones cuando de pronto los ojos se pronunciaron. Querían saber adónde quedaba el cuarto de Internet de la universidad. Su ingenuidad me conmovió. Sonriendo satisfecha –de pronto me sentía una porteña verdadera (¿Cómo va? Mal, pero acostumbrada)– le expliqué que en Buenos  Aires la Internet se consultaba en los locutorios, un peso la hora, y que había uno Telecom en Corrientes y 25 de Mayo, a tres cuadras de donde nos encontrábamos. Él sonrió para agradecerme las informaciones. Sus ojos se fijaron en los míos por primera vez y algo me hizo cosquillas en el estómago. Un calorcito agradable se extendió por todo mi cuerpo, hasta que tuve una sensación de bienestar desconocida, plena de tranquilidad y de la novedosa percepción de no necesitar nada más.

               Ana Ojeda


2 comentarios:

  1. Ana: una maravilla la agilidad del relato que nos lleva de la mano por paisajes nada fáciles, y, para quien no conoce Buenos Aires, ya debe ser una epopeya. Muy bueno.

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  2. Aunque sabíamos que venía el "flechazo", el recorrido de Ana Ojeda nos transporta placenteramente por los recovecos de lugares que conocimos y amamos. Me resultó interesante leer sobre lo que fue mío visto desde otro tiempo, otra generación.

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